Quico

Las explanadas del Alto, cercanas a los secaderos de tabaco, servían como almacén de madera. Los troncos allí apilados formaban montañas de palos, con pasillos repletos de virutas y cascarillas. El aroma de la resina los impregnaba todo y se expandía entre los ribazos mezclándose con el olor de la ginesta, el tomillo y el tabaco. Resultaba un lugar fantástico para jugar porque podías corretear entre el laberinto de pasillos y emerger a la superficie escalando troncos; o bien saltar y correr entre ellos y jugar al escondite entre los huecos y mojones que formaban intrincados meandros. Mediaba ya la tarde y decidí bajar a casa. Había quedado con José Luis Silvaje para seguir leyendo el libro de magia.

Al bajar del Alto por un camino que llevaba directamente al Pontet, no era raro encontrarse, en un campo cercano y lindante con las primeras casas del pueblo al tío Quico, que sentado sobre una roca, la misma invariablemente cada día, tomaba el sol de la tarde mientras trabajaba el esparto. Parecía siempre ensimismado en aquella rutina mecánica de tejer y de sus nudosas y hábiles manos podían salir enormes capazos, aptos para albergar montones de algarrobas, o pequeños y sutiles canastos, utilizados para consignar las monedas, pero lo que más llamaba la atención era cuando construía las típicas alpargatas de esparto que junto con el blusón y la faja negra constituía la indumentaria habitual de muchos viejos agricultores. Pasé a su lado sin decirle nada, aunque lo cierto es que reprimí un primer impulso de desatar su característica ira.

El tío Quico, solo sonreía a los adultos pero no a los niños, ni siquiera hablaba con ellos, no le gustaban, y cuando alguno se acercaba, fascinado por la laboriosidad de sus manos, solía espantarlo con alguna tremenda blasfemia que sonaba como un latigazo. Al oírlo por primera vez imponía cierto temor y conseguía el objetivo de ahuyentar a los jóvenes merodeadores, pero a fuerza de utilizar siempre el mismo método y escucharlo muchas veces sus palabras perdían toda su carga agresiva y conseguía el curiosos efecto contrario. Y es que atraía a los chicos que querían divertirse a su costa, provocándole que soltara toda aquella sarta de maldiciones para poder salir corriendo, congestionados de risa y perseguidos por aquellas palabras que parecían salir de la misma boca del infierno. Desgraciadamente para él debía convivir con un motón de niños, y no porque fuera agraciado con el don de la paternidad, ya que no tenía hijos, sino porque su mujer María se ganaba unas pesetas cuidando niños en su casa. Era una especie de parvulario donde los chiquillos, que aun no se hallaban en edad escolar, podían estar confinados durante unas horas mientras las madres realizaban la compra o las labores de casa. El tío Quico, cuando dejaba su roca en el camino del Alto y entraba en casa, trasladaba sus labores al tercer peldaño de la escalera impidiendo de ese modo que ningún chiquillo pudiera acceder a las habitaciones.

El lugar destinado para que niños y niñas, de varias edades compartieran ocio, botijo y sollozos era el espacio más grande que ocupaba la casa de María y Quico, su misma entrada: un ancho pasillo que iba desde la puerta de entrada a la casa hasta el corral, una disposición arquitectónica muy común en las casas de labriegos, ya que este pasillo servía para que pudiera pasar la caballería y cargar y descargar los bultos cuando venía de la huerta. Si algún niño rompía a llorar, se desencadenaba una propagación instantánea del llanto que acaba, por simpatía, con todos los niños berreando al unísono, en una coral inarmónica y desesperante que María, con su tartamudez, era incapaz de parar. Era entonces cuando el tío Quico, sentado en su peldaño, y excitado por la algarabía prorrumpía en algunas de sus maldiciones lo que animaba, aún más, si cabía a que el coro de niños llorosos incrementara el nivel sonoro del griterío.

El trabajo de María consistía en separar a los niños que se peleaban a coscorrones, gritarle a su marido que se callara y aguantar el botijo para que los más pequeños, incapaces de sostenerlo, bebieran agua. Al llegar la cinco de la tarde, venían las madres a recoge a los niños, que apelotonados en la puerta y mirando por el cristal, esperaban ansiosos el recate, y una vez en brazos, sujetado con fuerza en el cuello de la madre, algunos teníamos la esperanza, siempre vana, de no regresar más a aquel antro del alboroto y de chillidos inesperados. No conseguimos aprender nada de la “escuela” de María, aunque en verdad hay que decir que salimos de allí inmunizados contra los virus y sobre todo con un extraordinario conocimiento del vocabulario blasfemo. Mi madre, al oírme repetir aquellas palabras que el tío Quico emitía de forma automática, un día le recriminó a María el que hubiera aprendido aquel lenguaje malsonante y soez, a lo que María contestó no sin cierta sorna: “¡Anda Anita! ¡Pos que...querrás que...que... por lo que pa...pagas salga de a...aquí tu hijo cate...cate...drático!

Aquel día bajé del las explanadas del Alto en busca de mi amigo José Luis, y pasé al lado del tío Quico que se hallaba sentado sobre una roca, como era su costumbre; al verme acercar separó un momento los ojos de la labor, aunque sus manos seguían rápidas tejiendo el esparto y me miró con aire inquisitivo, como si esperara de mí que le incitara a disparar sus maldiciones. Pero yo no lo hice, y fue entonces cuando surgió el milagro, porque en su rostro arrugado se dibujo una sonrisa.

(c) Vicente Blasco Argente