La
procesión
Tenía entonces ocho años, el cuerpo menudo, enfermizo y
frágil y unos ojos castaños que querían verlo todo.
Era monaguillo y caminaba, con pasos rápidos, en el centro de las
dos filas que formaban la larga procesión en honor al patrón
del pueblo: el Cristo de la Salud, que durante el mes de Octubre, en la
misma fecha cada año, al amanecer, se bajaba de la Ermita y tras
ser expuesto en la Iglesia durante varios días en los que se festejaba
así la fiesta del patrono, al anochecer del último día,
volvía a recorrer el mismo camino de vuelta. Era entonces, en esta
despedida anual, cuando a la procesión asistía casi todo
el pueblo. Quienes tenían el honor de llevar el paso a cuestas
eran un grupo de soldados, en uniforme de gala, que prestaban el servicio
militar, después los jóvenes serían relevados por
otros vecinos del pueblo: agricultores en su mayoría, que habían
dejado por un día el blusón y la pana y se engalanaban con
su mejor traje, que volvería a descansar en el alcanforado armario
hasta su rescate el próximo año.
Al monaguillo se le iluminaba el rostro por las velas y los ojos le brillaban
por presenciar y vivir aquel fascinante desfile: era la primera vez en
su vida que asistía a una procesión desde dentro, no como
otros años, caminando de la mano de su padre. Ese año tras
haber cumplido la primera comunión y ser aceptado como monaguillo,
y después de vencer la resistencia de su madre y de su abuela empeñadas
ambas en que no cogiera frío y quebrara así su mala salud,
disfrutaba de su nuevo empleo. El cura le había asignado la tarea
de vigilar y avisar de la marcha de las filas, lo que le obligaba a caminaba
entre ellas, arriba y abajo de la larga columna humana, y él lo
hacía con aire de orgullosa determinación, como si, la tarea
encomendada fuera trascendente y vital, presumiendo de su sotana roja
y su blanco roquete recién almidonado y del pelo, habitualmente
alborotado, engominado en un lustrado peinado con perfecta raya trazada
hasta acabar perdida en un anárquico remolino. Aquel joven monaguillo
de ocho años no podía imagina nada más emocionante
en aquella época que las procesiones y el cine, y participar en
una procesión y caminar por entre las filas era sumergirse entre
el fervor religioso y la emoción y constatar que hasta los latidos
del corazón parecían acompasar el mismo ritmo que imprimía
la banda de música. El joven contemplaba impresionado las caras
de sus vecinos, que con expresiones graves y solemnes marchaban siguiendo
el mismo paso, y le sorprendía y conmovía ver a los penitentes
que caminaban descalzos, quien sabe por qué promesa, ajenos por
completo al pedregoso camino. Había silencio, quebrado solo por
el suave deslizar de las pisadas y el repique de tambores que marcaban
el paso, pero de vez en cuando se superponía el estruendoso sonido
de trompetas y trombones, platillos y bombo, y este aumento brusco de
la música tenía la propiedad de sacudir el alma, poner los
pelos de punta y provocar una emoción profunda, extrañamente
atávica.
Las pocas gentes que no iban en procesión, entre ellas personas
de edad avanzada, esperaban en las esquinas, en recodos y giros que el
Cristo debía abordar con lentitud, y allí le aguardaban
para mirar, durante un instante, el rostro dolorido de la figura crucificada
y esperar con fe que sus plegarias por la salud fueran escuchadas. Algunos
no podían evitar que alguna lágrima humedeciera sus ojos
ante la presencia de aquel crucificado, cuyo rostro enrojecido por la
luz de las lamparitas parecía acentuar más su sufrimiento.
El silencio era respetuoso a su paso y los olores de cera se expandían
como un perfume. El monaguillo reconoció, inesperadamente, entre
el grupo que esperaba el paso del Cristo, a su abuela María, vestida
como siempre de negro. Verla allí, de pie, en un rincón
de la esquina le extrañó porque sabía que ella, desde
hacía muchos años, estaba enfadada con Dios. Ella jamás
iba a las misas, ni siquiera cuando él tomó su primera comunión.
El enfado de la abuela duraba ya veintisiete años, justo desde
una mañana de enero del lejano año de 1937 que le anunciaron
que su hijo mayor había caído en combate, durante la Guerra
Civil, en las inmediaciones de un pueblecito cerca de la carretera de
Madrid a La Coruña, un año después con el país
todavía ensangretado por la violencia, el abuelo falleció
a causa de una pulmonía, y la abuela quedó sola al cuidado
de los cinco hijos. Desde entonces, la abuela dejo de ir a misa; a las
preguntas infantiles, la abuela, siempre respondía que estaba enfadada
con Dios porque le quitó a un hijo y a un marido y que no debía
dar gracias por ello. En aquel punto de la procesión los ojos de
la abuela descubrieron al monaguillo y este, lleno de orgullo, le sonrió
con satisfacción.
Al acabar la procesión el monaguillo regresará a casa, se
encontrará con la abuela y le preguntará, con una sonrisa
en los labios, que si ya ha hecho las paces con Dios, la abuela, le acariciará
entonces su cabello bien peinado y le dirá con dulzura que estaba
allí en la esquina para ver lo guapo que estaba su nieto vestido
de monaguillo. Pero él no responderá. Ni siquiera le dirá
que la vio en la esquina momentos antes de que se cruzaran sus miradas.
Ni tampoco le dirá que le pareció que cuando ella miraba
al Cristo moribundo, en los ojos de la abuela, no había enfado
ni odio sino una infinita fe.
(c) Vicente Blasco Argente
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