La hermana Esperanza

La hermana Esperanza entra en la habitación portando una bandeja con el desayuno, la deposita con cuidado sobre la pequeña mesa móvil y se dirige, con una frase cariñosa, al paciente operado de nariz al que hace sonreír. El paciente hace el gesto de incorporarse de la cama y ella, atenta, corre en su ayuda. Él observa de cerca ese rostro enmarcado en el óvalo del hábito blanco, un rostro pequeño y hermoso de ojos negros que brillan como el ónix, chispeantes de vida, comprensivos y audaces, llenos de una sorprendente y fascinante alegría que, el paciente intuye tiene que ver con el compromiso de su vida. La hermana Esperanza es pequeña, menuda y camina entre el dolor con pasos cortos y rápidos que apenas parecen hacer ruido. Su carácter alegre, propio de la juventud, y la sonrisa siempre fácil se complementan con esa disposición de entrega a los demás en cualquier situación: allí puede oírse su voz junto al paciente, advirtiendo al doctor, para que haga con cariño las curas y hasta su rostro se contrae con un mohín de dolor, como si compartiera el pinchazo. Allí estará la hermana Esperanza con sus manos acariciando al paciente, manos frías y cálidas a la vez que son como un bálsamo contra el dolor.

Ayer fue un día duro para la hermana Esperanza: tuvo que correr dos veces por los pasillos de la planta empujando el carro de paros. Le devolvió la vida a un hombre de mediana edad recién salido del quirófano y después al joven accidentado de moto que había llegado por urgencias. Hubo de atender varias veces a la paciente de la 108, una viejita refunfuñona, que había sufrido una lipotimia mientras le administraban un calmante y aguantar el mal humor de su familia. Distribuyó comidas y curas y repartió palabras de consuelo y ánimo al operario de una fábrica al que un accidente se le había llevado dos dedos. Hubo de encargarse de tres nuevos ingresos, una niña asmática parlanchina y vivaracha y dos adultos, uno con fractura de codo y un preingreso para una operación. Por fortuna también ha habido dos altas. Con todo el ajetreo diario ha podido escaparse varias veces a ver al niño de la 111, el que tiene nueve años y ha sufrido quemaduras. No para de llorar mientras le hacen las curas y ella sabe que es doloroso y trata de tranquilizarlo a él y a los padres que miran con el corazón encogido como le cambian las gasas. Al llegar las diez de la noche la hermana Esperanza está agotada: es cuando se produce el cambio de turno y se retira a la parte conventual donde compartirá la frugal cena con el resto de hermanas, después vendrán las oraciones y en medio de ellas hará esfuerzos para no quedarse dormida. Después en su celda ha querido leer un poquito. Es un libro que le regaló un paciente agradecido, pero el sueño la ha invadido en la tercera línea. Quizá sueñe con su familia, allá en un lejano país que dejó cuando apenas era adolescente, y vea en sueños a sus hermanos corretear tras una pelota entre un alboroto de niños y a su papá sentado bajo el centenario árbol samán, fumando su cigarro mientras languidece la tarde y a su mamá preparando las empanadas de arroz con carne y verdura que tanto le gustaban. O quizá no sueñe de tan cansada que está y solo reponga fuerzas para mañana.

Pero hoy será un día feliz para la hermana Esperanza. El sol ha entrado en su habitación a las primeras horas y la ha sorprendido con el libro abierto sobre su pecho. Aún falta un rato para la llamada a oración así que aprovecha para leer otras tres líneas. A las ocho ha entrado de nuevo al turno y ha dado los desayunos. El paciente operado de la nariz ha pasado mala noche y ella le alienta, mientras le ajusta el respaldo de la cama, a desayunar y a intentar dormir con un calmante que le administra; después con sus manos frías y cálidas a la vez le aprieta cariñosamente los pies en un gesto de ánimo. El paciente le da las gracias sin saber muy bien si es por ese gesto de fraternidad o por el calmante y ella abandona la habitación con su andar silenciosos. De forma premeditada, la hermana Esperanza, lleva el último desayuno a la habitación de la niña asmática para poder estar un rato más con ella. La hermana Esperanza puede así sentarse con la niña y reír con los padres de sus ocurrencias, porque la niña, aún con las dificultades por la disnea, se muestra simpática y muy habladora y le tiene robado el corazón. Claro que no es nada extraño, ya que los niños son la debilidad de la hermana Esperanza. Mientras come sus galletas y bebe su cacao con leche, la niña, le pregunta, con ingenuidad, por qué va vestida así y no como las otras enfermeras que muestran su cabello: y ella, sonriendo, le explica que es monja y que ha de vestir así porque se lo ha prometido a Dios: ¿Es qué a Dios no le gusta el pelo? le pregunta la niña con su media lengua y ella estalla en una carcajada. En ese momento suena un timbrazo: algún paciente requiere a la hermana Esperanza y ella sale de la habitación con la sonrisa en los labios y lanzándole un fugaz beso a la pequeña.

La jornada está llegando a su fin y ya faltan pocas horas para el cambio de turno. Durante el transcurso del día, cada vez que la hermana Esperanza ha tenido un rato libre, ha ido a visitar a la niña asmática. Le encanta estar con ella y se alegra mucho al comprobar que responde bien a los broncodilatadores y que su salud mejora por momentos. Una hora después de servir las cenas, la hermana Esperanza, entra en la habitación para desearle las buenas noches y la niña eleva los brazos para besarla. Entonces la madre de la niña, agradecida por el amor que la monja muestra por su hija, le ha permitido que la coja en sus brazos. La hermana Esperanza la acuna en su regazo con extrema delicadeza y el rostro se le ilumina de una extraña emoción que solo ella conoce. Porque nadie lo sabrá nunca, pero el deseo de ser madre y la renuncia a la maternidad ha sido la decisión más difícil de superar desde que decidió hacerse monja. Y aunque ha comprometido su vida a la, a veces desagradecida, tarea de cuidar enfermos, sea cual sea su edad y su condición sin ningún tipo de discriminación y con total entrega y humildad, ahora se siente muy afortunada al abrazar a la niña y percibe latir con fuerza su corazón y nota crecer, al mismo tiempo, en su interior una gran ternura hacia esa niña que parece alimentarla de energía. Y es entonces cuando da mil veces las gracias a Dios, mil veces, por darle un día tan feliz.

(c) Vicente Blasco Argente