Encuentro casual

Allí en un banco de madera de la plaza Urquinaona estaba él, sentado en una esquina, como para no molestar. A su lado descansaba un macuto militar del que sacó un libro, en el mismo momento que yo me sentaba a esperar. Eran casi las seis de la tarde y yo estaba citado con mi novia. Había llegado un cuarto de hora antes de la cita, viajando con el metro, único medio de transporte que conocía en Barcelona y que me permitía desplazarme sin perderme en la gran urbe. Saqué mi paquete de tabaco, y en un gesto habitual en mi, habituado a saludar a todo el mundo en un pueblo de apenas tres mil habitantes, le ofrecí a mi silencioso compañero un cigarrillo, que él acepto de inmediato. Debía tener unos seis o siete años mayor que yo, no muy alto, delgado y algo pálido, la misma imagen que yo tenía del escritor romántico que deambula por los parques y jardines esperando la inspiración. Y lo cierto es que no estaba muy lejos de la verdad. Me dio las gracias con voz tímida, se llevó el cigarrillo a los labios y aspiró el humo con ganas, para después exhalarlo con deleite. Roto el hielo con las primeras bocanadas de humo, comenzamos a hablar. Le expliqué que esperaba a mi novia, que yo no era de allí, y que me alojaba temporalmente en casa de un amigo.

Mi afición por la lectura y mi innata curiosidad me llevó a preguntarle qué leía y tras responderme que era un libro de un tal Paco Candel, comenzamos a hablar de literatura; pareció iluminarse su rostro con entusiasmo, el tema le gustaba, no cabía duda y fue entonces cuando me dijo que él escribía. Abrió su macuto y me sacó un paquete de hojas, grapadas, con texto impreso en máquina de escribir, y también alcancé a ver unas libretas que parecían llenas de apretada letra manuscrita. Me contó que le habían publicado alguna novelita de cinco pesetas, de esas del oeste o aventuras, en las que autores como Marcial la Fuente Estefanía, Keith Luger o Silver Kane, eran verdaderos maestros, aunque su deseo era publicar una verdadera novela, que ya tenía escrita, una novela que llevaría por titulo: “Avísame cuando llegues” y trataba de la difícil carrera por llegar a triunfar de su protagonista.

Después de estas primeras palabras, que abrían paso a mayor intimidad, le pregunté:

— ¿Y tú de donde eres?

A lo que él respondió para sorpresa mía:

— Soy valenciano, de un pequeño pueblecito, pero llevo aquí en Barcelona desde los quince años cuando vine con mi familia.

— Pues vaya casualidad, yo también soy Valenciano— exclame con alegre complicidad.

— Bueno mi pueblo es pequeño, del interior de la provincia — remarcó. Quizá ni lo conozcas-

— Pues claro como el mío - y entonces pronuncié la palabra mágica— Navarrés.

De pronto enmudeció de golpe abrió sus pequeños ojos y dijo sorprendido:

— ¿Navarrés? Peor...si ¡¡¡Yo soy de Navarrés!!!

— ¡Qué coincidencia!, si hasta igual nos conocemos y todo.

— ¿De qué familia eres? — preguntó.

Se lo dije.

—Yo conozco a tu hermano Alfonso. ¡Hombre si le conozco! Íbamos juntos a la escuela de Don Vicente, y también sé quién eres, te conozco también a ti. ¡Claro que te conozco! ¿No te acuerdas de mí?

— Pues no, no me acuerdo— Ahora él me miraba directamente a los ojos, como para que yo recordara en ellos algo del pasado.

—La bici, la bici…¿No te acuerdas de la bici? Cuando aprendías a ir en ella…

—No, no, recuerdo.

—En el descampado de la fábrica de tejas ¿te acuerdas? ¡Yo te enseñé a ir en Bici!

Maravillado como estaba por el encuentro casual, forcé mi memoria hasta recordar a un sacrificado amigo de mi hermano que se turnaba con él empujando la bicicleta mientras yo hacía malabares para permanecer erguido en ella. Yo debía tener siete años y ellos me doblaban la edad. Sí le recordaba, ahora le recordaba, como se recuerdan algunas cosas de la infancia, envueltas en brumas.

A la hora de la cita nos despedimos, me dijo su nombre, y le prometí darle recuerdos a mi hermano de su parte. Con el tiempo olvidé su nombre, pero no su mirada un poco enfebrecida por los libros, ni su hablar sin acento, ni su aspecto bohemio. Qué casualidad pensé, entonces, encontrarme en Barcelona, en los pequeños jardines de una plaza centenaria, con un desconocido con aspiraciones literarias, la viva imagen del romántico escritor decimonónico, sensible y ermitaño, que es de mi propio pueblo y además resulta ser parte de mi infancia.

Tras la despedida ya no volvería a verlo más. Confieso, que aún hoy, a veces busco por Internet el titulo de su libro para comprobar si aquel joven sentado en un banco del la plaza Urquinaona, vinculado a mi infancia, ha llegado a cumplir su sueño, pero el buscador, de momento, me sigue dando una respuesta negativa.

(c) Vicente Blasco Argente