El hambre de Roger

Corrió al refugio al oír como la sirena taladraba el aire con su agresivo aviso de peligro. Una vez allí se acurrucó junto a su madre en el mismo sitio donde solían sentarse, rodeados de los mismos vecinos que en silencio esperaban escuchar de nuevo la sirena para saber cuándo podían abandonar el refugio.

- ¿Qué tal señora Teresa? ¿Sabe algo de su marido?

- Pues ahora está en el Ebro.

- ¡Cuándo vuelva su marido no reconocerá a Roger de lo grande que está!

En ocasiones, les llegaba algún ruido de amortiguadas explosiones y entonces alguno de los allí confinados, en voz alta, trataba de adivinar donde había podido caer la maldita bomba y se formaba, de inmediato, una conversación que en el fondo servía para ahuyentar la preocupación y el miedo. Había veces que la espera se hacía larga, permaneciendo a la expectativa de oír la llamada de salida. Muchos niños se dormían y otros jugaban, ajenos al ruido y a la devastación que provocaban las bombas.

El pequeño Roger ni dormía ni cantaba porque tenía hambre: un hambre voraz que parecía perforarle el estómago. No había comido nada desde la noche anterior, apenas una sopa de cebolla y gachas de harina que Teresa, su madre, había conseguido vendiendo el chaquetón de piel de su padre Sebastián. Bajo la camisa protegía sus queridos tebeos “Aventurero” que se llevaba al refugio, con ellos la espera se hacía más llevadera y además engañaba al hambre. Roger admiraba a su padre y lo veía como un héroe valeroso y decidido que luchaba por la libertad. Al menos eso pensaba cuando le veía llegar de permiso, con el uniforme caqui y la gorra de barco ladeada y los vigorosos brazos arremangados mostrando su musculatura. Al oír el sonido de la cerradura Roger corría a su encuentro, su padre entonces lo cogía por los sobacos y lo elevaba hasta casi tocar el techo, en un movimiento rápido y poderoso que le producía una sensación de vértigo que le gustaba, su madre también acudía a la puerta y sonreía aliviada y complacida al comprobar el regreso de su marido y escuchar las carcajadas de felicidad de su hijo. Roger no cesaba de pedirle a su madre que le hiciera un disfraz de miliciano para jugar con sus amigos del barrio a soldados, pero Teresa siempre lo posponía con la excusa de que no tenía tiempo para ello, y es que la madre de Roger ayudaba a la economía familiar cosiendo encargos para una modista que vivía en la misma escalera y confiaba en que, si aprendía un poco más sobre corte y confección, podría dedicarse a ello y establecerse por su cuenta. Los padres de Roger eran dos trabajadores y ambos convenían en que, lo mejor que podían hacer por su hijo, para garantizarle un futuro mejor que el de ellos, era proporcionarle una buena educación, claro que eso requería amucho sacrificio y dinero. Pero el estallido de la guerra, mediante el golpe de estado de los militares africanistas había truncado ilusiones y tantos proyectos que ahora el futuro parecía oscurecerse con la sombra de la incertidumbre. La familia ahora estaba separada y en una situación crítica y de necesidad, como tantas otras familias de la ciudad; con Sebastián en el frente y Teresa sin apenas trabajo ni ingresos buscar con qué llenar sus vacíos estómagos era la principal actividad diaria. En el mercado negro se podía encontrar algún alivio, aunque a costa siempre de un precio excesivo.

Sonó de nuevo la alarma indicando el cese del peligro y madre e hijo salieron del refugio.

— ¿Cómo estás Roger? — le preguntó su madre.

— Bien, pero tengo hambre mamá.

— Bueno, vamos a casa, he conseguido algo de pan.

Las bombas habían caído cerca. Al salir del refugio les invadió una luz lechosa y opaca: era el polvo de los escombros que como una niebla blanca lo invadía todo. Mucha gente se dirigía hacia la zona donde acababan de caer las bombas, movidas por un impulso solidario de ayudar a rescatar a quienes pudieran haber quedado atrapados entre los cascotes. Una bomba había caído en una plaza cercana y produjo el derrumbe de varios edificios. En esa plaza había un kiosco, que solía vender tebeos, y al que Roger acudía para comprar con los diez céntimos de paga semanal la revista “Aventurero” plena de héroes de papel que se parecían a su padre. Teresa no consiguió retener a su hijo que corría hacia el kiosco, Roger pensaba que si la bomba había destruido el puesto de tebeos quizá podría encontrar alguno entre los escombro.

—¡Roger no corras!¡Espera! —gritó su madre, sin que Roger hiciera el menor caso.

Al llegar a la plaza el kiosco se hallaba en ruinas y esparcidos por el suelo algunos ejemplares de sus queridos tebeos, también se había dañada algunos portales y entre ellos la tienda de ultramarinos del señor Ramón a quién compraban a crédito y pagaban cuando disponían de algún dinero. Entre el polvo blanco Roger pudo verlas. Eran redondas y hermosas con el color característico que le daba nombre: unas hermosas naranjas cuya sola visión hizo que el estómago de Roger sufriera una contracción. Durante unos segundos quedó paralizado por la duda. No sabía adónde ir primero, si a los tebeos o las naranjas: alimentar la imaginación o el cuerpo, un dilema que apenas duró unos segundos porque acabó lanzándose hacia las naranjas y con rapidez inusitada cogió tantas como pudo y se las fue metiendo en el interior del jerséis, hasta que tomó la forma de un enano barrigudo. Teresa, de pie frente al kiosco, había visto la duda reflejada en el rostro de Roger y se conmovió por ello, comprendió que el hambre, de alguna manera, convertía a los niños en adultos privándoles de una parte de su niñez. Movida por un extraño impulso Teresa se arrodilló y como una posesa cogió cuantos tebeos pudo, rebuscando entre escombros como si la vida le fuera en ello, y mientras amontonaba los polvorientos cuadernillos se dijo que hoy comerían pan y naranjas, pero ella, Teresa, la madre de Roger, no estaba dispuesta a que la maldita guerra robara a su hijo ni un trozo de su inocencia ni de su imaginación, así que hoy su hijo tendría sus queridos tebeos y mañana, aunque tardara toda la noche en su confección, el anhelado disfraz de miliciano.

(c) Vicente Blasco Argente