El refugio del cura

Hacía un rato que había acabado la misa y la Iglesia se estaba quedando vacía. Con la puerta principal abierta de par en par, la luz entraba de la calle y el polvo suspendido en el aire parecía inundar el templo con un haz de plata. Don Ricardo, el cura párroco, nos había mandado, a los cuatro monaguillos que le habíamos asistido en la misa, a que recogiéramos los enseres que se habían utilizado, hecho lo cual, colgamos la sotana y el roquete en la sacristía y nos dispusimos a salir todos juntos. Ramón, el monaguillo de más edad, fue a cerrar la puerta lateral de la Iglesia, la que daba a la plazoleta donde cada día, el responsable de las acequias del pueblo se reunía con los regantes para repartir ordenadamente el agua. Cuando Ramón acabó su cometido se acercó a nosotros y nos guiñó un ojo, se sumó al grupo y salimos con el cura por la puerta principal. Don Ricardo hizo girar la llave de hierro en la cerradura hasta que se oyó el ruido metálico de cerrojo, después se despidió de nosotros y bajó las escaleras ágilmente, bamboleando su sotana al viento y entró en la casa abadía. Quedó así el templo cerrado, en suave penumbra, recogido en su propio silencio, un silencio que sería roto tan solo unos minutos después por el cuchicheo de cuatro jóvenes intrusos que entrarían por la puerta lateral.

—Da miedo este silencio ¿verdad?...—dije, quizá pensando en alejar de mí el ligero temblor que sacudía mi pierna izquierda.

—¡Cállate y baja la voz, que nos podrían oír desde fuera!—atajó Ramón, el líder de la expedición, que caminaba junto al veterano Salvador. Vicente el de Raquel y yo, los monaguillos más novatos seguíamos a pocos pasos.

Al atravesar la nave vi al fondo la tenue lucecita del sagrario que permanecía siempre encendida. Allí estaba Dios. Por un momento me alcanzó un sentimiento de culpa que a punto estuvo de paralizarme por completo, pero la curiosidad y la excitación por lo que pudiera descubrir, o quizá el trago largo de vino dulce de misa que nos metimos cada uno de nosotros al pasar por la sacristía acabó por disipar cualquier duda. Tras atravesar la sacristía por completo subimos las escaleras que daban a la estancia de arriba: un lugar utilizado para guardar cosas de uso poco frecuente: viejas sillas, familiares sillones de los Reyes Magos, alguna mesa carcomida, complicadas estructuras de madera para las flores, una bandera de la provincia y algún estandarte religioso. El techo era alto y sobre una esquina se abría un misterioso orificio rectangular que nadie sabía a donde llevaba, ni siquiera el cura. Nuestro compañero Ramón, que pronto dejaría de ser monaguillo a causa de la edad, igual que Salvador, nos convenció para entrar de forma furtiva a la Iglesia y averiguar ese misterio que no hacía mas que atraernos como la miel a las moscas. Al llegar a la estancia, procedimos a colocar una mesa bajo el agujero y amontonamos varias sillas formando una improvisada escalera. Con varias velas trepamos hacia arriba. El primero en hacerlo fue Ramón, que un santiamén accedió al orificio y desde su borde nos ayudó a los demás. Aunque el techo era bajo, lo que nos obligaba a caminar en cuclillas, nos sorprendió lo espacioso del sitio y los cascotes que parecían inundarlo todo, pero la mayor sorpresa vendría al descubrir restos de velas y una cazuela de barro con restos de comida en su interior, al verla Ramón exclamó excitado:

—¡Es aquí donde estuvo escondido el cura Don Vicente Sicluna cuando la guerra!

Nos quedamos mudos. Todos habíamos oído hablar alguna vez del asesinato del cura al inicio de la guerra civil. Su cara nos era muy familiar porque la veíamos cada día sobre la fachada de la Iglesia en un mosaico de azulejos, donde bajo los brazos de la cruz flotaban varios rostros que según rezaba el lema de la pared habían “Caídos por Dios y por España”. Entre los rostros del mosaico estaba la de un anciano cura inscrito con el nombre de Vicente Sicluna. Nuestro compañero Ramón, que parecía estar más enterado que nosotros, nos contó a la luz de las parpadeantes velas, que al comenzar la Guerra Civil en julio de 1936, había grupos de “rojos” que iban por los pueblos matando curas y que el cura Sicluna, sabiendo que lo buscaban, estuvo días escondido allí, en este altillo secreto hasta que lo encontraron los milicianos y lo mataron. Por un momento me pude imaginar al cura allí a mi lado, comiendo un potaje calentado con velas y esperando, aterrorizado, que de un momento a otro vinieran a buscarle hombres armados con aspecto patibulario. También me preguntaba como podía haber subido él solo allí arriba con lo difícil que era. Descendimos en silencio de aquel desván y desmontamos el artilugio que habíamos montado como escalera improvisa. Yo estaba impresionado por lo que acababa de vivir y sentía que era poseedor de una experiencia única, y constataba que a los demás les pasaba lo mismo. El descubrimiento del escondite del cura asesinado nos ponía en contacto con algo siniestro que ya pertenecía a la historia. La curiosidad se acrecentaba en mi y pensé en preguntar en casa algo sobre la muerte del cura, pero desestimé la idea de inmediato porque cuando alguno de nosotros preguntaba en casa a los padres o abuelos algo relacionado con la guerra civil ninguno quería hablar y menos si el tema estaba referido a algo que hubiera pasado en el pueblo, era como si, un halo de amnesia o de vergüenza rodeara la guerra, como si, existiese un compromiso colectivo de olvidar el pasado, de alejar del aquel presente, entonces gris, un pasado que consideraban negro y terrible.

He tardado muchos años en saber que el cura asesinado nunca estuvo escondido en la Iglesia porque esta fue saqueada y quemada los primeros días del golpe de estado. El pasar de los años me había llevado casi al olvido esta historia que viví en mi infancia, pero me vino a la memoria porque hace poco la Iglesia Católica había beatificado al cura asesinado. Leyendo el opúsculo publicado para tal suceso, donde se narraba con prosa muy eclesiástica aquellos brutales hechos, me llamó poderosamente la atención un párrafo en que se decía que al cura fugitivo le dieron asilo los protestantes en su capilla. Fue entonces cuando comencé a preguntar y hallé quien me contó y por fin pude saber. Esta es la historia.

Durante los primeros meses de guerra civil el gobierno de la república quedó paralizado y sin saber qué hacer; desconocía el grado de lealtad de los generales en cada región militar y esto mermaba su capacidad de actuación. En estos primeros momentos en las que reinaba la desorganización y hasta el caos, quienes se enfrentaron a los militares golpistas fueron los grupos de milicianos que provenían de las masas obreras, grupos que se encuadraban dentro del movimiento obrero anarquista o eran de filiación política socialista y comunista. De manera casi improvisada se constituyeron columnas armadas que con más valentía que estrategia militar se lanzaron a la defensa de la república. Pero al amparo de este movimiento de defensa de la república había fanáticos y extremistas, que aprovecharon la inestabilidad y la falta de autoridad para desencadenar su particular venganza contra las clases que consideraban culpables del golpe militar; durante los primeros meses de guerra estos individuos desataron una sanguinaria persecución de religiosos y de quienes creían, o simplemente sospechaban, que tenían claras tendencias conservadoras. La persecución del clero, venía de lejos y se sustentaba en el hecho de que muchos curas mantenían una actitud muy crítica contra la república y utilizaban el púlpito para arremeter contra todo lo que suponía modernidad y libertades sociales. En este estado de venganza muchas personas fueron víctimas de represalias por cuestiones puramente personales, denunciadas arbitrariamente y ejecutadas fríamente. El miedo se apoderó de quienes podían ser potencialmente víctimas de esta locura y el cura del pueblo, Vicente Sicluna, que contaba entonces 77 años de edad fue uno de ellos. Temiendo por su vida en estos primeros días de la guerra, a mediados de Agosto, dejó la casa abadía con su sirvienta, allí donde habían transcurrido los últimos treinta y tres años de su vida. De su bien surtida biblioteca solo quiso llevarse la Biblia, libro al que solía recurrir en esos momentos de desasosiego e incertidumbre. Era el cura un hombre de recia formación intelectual que a los diecinueve años consiguió el título de Magisterio y a los veinticinco cantó su primera misa, se había licenciado en Teología y le gustaba especialmente el arte y la pintura. Nadie sabía por qué un hombre de su formación intelectual fue a parar a un pequeño pueblo de apenas dos mil almas, tan alejado de los centros de poder de la Iglesia Católica. En su huida se refugió en casa de unos feligreses, pero a los pocos días, la familia de acogida ante el temor de ser denunciados le conminó a buscar otro refugio. Durante varios días la angustia del cura fue creciendo porque nadie quería acogerlo en su casa, todos a quienes recurría temían ser ellos mismos víctimas de los verdugos. Fue entonces cuando apareció María, una mujer de 45 años que pertenecía a la Iglesia Evangélica y le ofreció amparo en la misma capilla donde celebraban el culto. Era difícil sospechar que en la sede misma de los Protestantes podría estar el representante de la Iglesia Católica, la misma que siempre habían mirado a los protestantes con un punto de superioridad y hasta de desprecio. María era modista, estaba casada con un agricultor y tenía tres hijos. Cada día de manera disimulada llevaba comida a la capilla y hasta le hizo ropa de civil al cura creyendo que de este modo, si algún forastero le llegaba a ver, podría pasara desapercibido. Los lazos entre el cura y María se fueron estrechando: hablaban de lo humano y también de lo divino porque ambos compartían idénticas creencia y creían en el mismo Dios; agradecido el cura por la protección y la generosidad de María le regaló lo único que poseía, su Biblia; el cura quería así corresponder a María por tantas muestras de fraternidad. Pero ni los desvelos y protección de María pudieron evitar que en la noche del 21 de septiembre apresaran al cura. Quizá resultaba difícil en una comunidad tan pequeña que alguien no acabara descubriendo el secreto de la capilla protestante y lo delatara. Esa noche unos desconocidos armados aporrearon la puerta de la capilla hasta despertar a los vecinos; el cura septuagenario abandonó el refugio y se despidió de su sirvienta sabiendo ambos que era la última despedida. María al enterarse intentó ir en su a ayuda pero al llegar a la capilla y encontró a la sirvienta entre llantos de desconsuelo. Nada pudo hacer y al día siguiente se enteró que había aparecido el cuerpo del párroco a poca distancia del pueblo vecino; le habían disparado a bocajarro y abandonaron su cadáver en la misma cuneta de la carretera para que pudiera ser encontrado. Levantó el cuerpo el médico y el juez de paz del pueblo vecino y trasladaron sus restos a lomos de una caballería hasta el cementerio próximo. Cuentan que alguno se mofó del cadáver mientras atravesaba las calles del pueblo pero que otros habitantes guardaron un respetuoso silencio .

Acabó la guerra y llegaron los vencedores imponiendo su férrea dictadura, después vendría la democracia. En el año 2001 la Iglesia Católica, en un acto multitudinario en la plaza de San Pedro en el Vaticano, beatificó al párroco del pueblo haciendo que su vida fuera un ejemplo para sus fieles. María, que dio refugio al cura arriesgando su propia vida murió en 1965 y también para sus nietas, las únicas que alcanzan a recordarla ahora, había sido su vida, todo un ejemplo para ellas.

(c) Vicente Blasco Argente