Los galones del cabo Avelino

El cabo Avelino Cillero se echó un cigarrillo de picadura a los labios y aspiró su humo con deleite en el patio del acuartelamiento de Ponts (Lleida) donde se encuentra destinado su batallón de Intendencia. Pese a que el almacén que custodia está repleto de vituallas y entre ellos papel de fumar, hay escasez de tabaco. El tan deseado tabaco se halla al otro lado, en la zona rebelde, con los franquistas. Mientras fuma su cigarrillo abre la carta que ha recibido con noticias de la familia. Es un día espléndido de Julio y la guerra iniciada hace dos años parece lejana aunque las noticias que llegaban son desalentadoras. En enero de ese año de 1938, el ejercito republicano había tomado Teruel en un intento de demostrar al enemigo que podían arrebatar una capital de provincias, pero los fríos intensos y la contundente y sangrienta contraofensiva franquista vino a deshacer las aspiraciones republicanas y convertir la toma de Teruel en otra derrota. Avelino había oído por la radio que los nacionales estaban ya en Vinaroz, lo que suponía que habían conseguido partir el país en dos. Pero no era esto lo que más preocupa al cabo Avelino si no lo que pueden sufrir, en Barcelona, su mujer Mercè y su pequeño hijo Octavi que apenas tiene dos años. En la capital se pasa mucha hambre, las tiendas están desabastecidas y aún con la cartilla de racionamiento, no llega para cubrir la alimentación mínima de un adulto. No hay leche y la poca que dan es mostrando un certificado médico. Avelino, cuando puede, envía a la familia algún paquete con comida: arroz, legumbres, aceite, harina. Pero la carta recibida de Barcelona le ha llenado de angustia, en ella su mujer le explica que el niño está enfermo, muy delgado, casi desnutrido y no encuentra leche con que alimentar al pequeño.

El cabo Avelino tiene casi treinta años, se libro en su día del servicio militar gracias a la compra del cupo excedente, una práctica habitual en aquellos días que permitía a los mozos que podían pagarlo no prestar el servicio, pero diez años más tarde con un trabajo de contable, casado y con un hijo, fue llamado a filas por necesidades de la guerra. En el ejército alcanzó de inmediato el grado de cabo, dado sus conocimientos contables y lo destinan a un batallón de intendencia encargado de alimentar al ejército popular. No es mal destino el de Avelino Cillero, lejos del frente y con abundante comida, aunque el pesar por estar lejos de su familia le mortificaba continuamente. En el cuartel, su tarea es poca: mantener al día la contabilidad de los productos contenidos en los almacenes y controlar los animales de la granja.

Después de fumarse el cigarrillo y leer de nuevo la carta de su mujer, Avelino queda muy preocupado por la salud de su hijo. No puede dejar que muera de hambre. Atormentado por esta idea, su cabeza comienza a cavilar buscando una solución: una solución que exige tomar rápidamente una decisión. Sabe, porque conoce las órdenes del día, que hay previsto un envío al día siguiente para Barcelona. Guarda la carta y corre a la dependencia que le sirve de oficina y comprueba los datos: camión para Barcelona, hora de salida, las seis de la mañana, el vehículo permanecerá tres días en la ciudad y regresará de nuevo al campamento. Lee los nombres del conductor y acompañante. Esa noche tras el toque de retreta busca a los dos soldados y les dice que tiene que ir a Barcelona con ellos, y les aclara que nadie se enterará de su ausencia, porque en la rutinaria vida del cuartel nadie controla al cabo. No le cuesta mucho convencerlos, probablemente porque Avelino es mucho mayor que los soldados y además es cabo o, quizá por los dos paquetes de picadura de tabaco que les ha entregado.

A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba el camión se halla repleto de suministros y vituallas y a punto para partir; el conductor y el ayudante esperan a Avelino cuando de pronto le ven aparecer entre las sombras. Porta un macuto repleto y algo que les causa una gran impresión: lleva una cabra en sus brazos que amordaza con una de sus manos. Avelino le hace un gesto para que arranquen el camión y tras subir a la cabina parten hacia Barcelona. Tras varias horas de traqueteo del camión, llegan por fin a Barcelona. El cabo se desplaza a su casa y llama a la puerta con su extraña carga, Mercè, su mujer, abre la puerta entre sorprendida y admirada y abraza a su marido. Avelino lleva una cabra para que su leche pueda alimentar a su hijo. Les esperaban tres días de felicidad. Al principio les costó ordeñar la cabra pero Mercè aprende pronto y el niño bebe la leche con placer, y al día siguiente el pequeño Octavi parece recupera el color del rostro de forma milagrosa. Avelino le dice a Mercè que tendrá que buscar alimento para la cabra, pero seguro que le resultará más fácil encontrar comida para el animal que para las personas. Al atardecer del tercer día el cabo Avelino regresa con el camión al campamento y llega de madrugada donde le espera una sorpresa. No puede dar crédito a sus ojos: el campamento ha sido desmantelado. El batallón de intendencia al que pertenece ha desparecido y en su lugar queda solo un destacamento. Avelino no lo sabe, pero la unidad militar ha sido trasladada al Ebro para apoyar a las fuerzas que comienzan a atravesarlo, será la última gran batalla que determinara el destino de la guerra. A la mañana siguiente de su llegada al campamento, el oficial al mando le hace llamar a su despacho. Avelino se teme lo peor. El oficial le grita desaforadamente, el abandono de su puesto puede acabar en consejo de guerra. La bronca es monumental. Es arrestado y llevado al calabozo. Dos días más tarde se le comunica el castigo, que se lleva a cabo esa misma tarde: firme frente al destacamento, Avelino es degradado a soldado. La ceremonia castrense incluye el redoble de tambores mientras el oficial desgarra las insignias de cabo. Avelino se quedará en el destacamento como soldado. Lo que Avelino no supo en esos momento pero conocerá más tarde es que su batallón de intendencia, trasladado a las riberas de Ebro fue castigado duramente por la aviación franquista y diezmado sus hombres.

Muchos años más tarde, cuando Avelino Cillero refiera esta aventura a sus hijos, les hará notar lo paradójico del destino: que unos galones de cabo le permitieron salvar a su hijo de la inanición y la muerte y que la misma pérdida de esos galones le ahorró un viaje al frente de batalla donde bien pudo haber perdido la vida.

(c) Vicente Blasco Argente