Las cosedoras

En el terrado cubierto de la casa, una extensión de varios metros en que se tendía la ropa y se accedía a los tejadillos donde secar los higos, las mujeres sentadas al sol, cosían y oían la radio de fondo.
—¿Habéis visto que guapa iba la novia? —dijo Mercedes sin dejar de mirar la labor.

—¡Le han sacado partido a la chiquilla! —respondió con malicia Concepción y todas rieron.

La luz de esa mañana de otoño entraba sesgada al terrado y las mujeres allí reunidas en torno a la dueña de la casa, que era la mayor de todas ellas, aprendían a confeccionar faldas, camisas y pantalones, con lo que vestir a su familia. La anfitriona, de nombre María, era las mas callada de todas, no se inmiscuía en los cotilleos, aunque reía por lo bajo de las ocurrencias y chascarrillos de sus alumnas y alguna vecina que acudían cada día, no se sabe si a coser o por no perderse las habladurías.

—¡Con afeitarle el bigote ya bastaba! —añadió Feliciana contribuyendo a aumentar la carcajada.

En un rincón, ajeno a las risas, sentado en el suelo se hallaba el nieto de María, Pablito, de diez años. Con la espalda apoyada en la pared Pablito leía tebeos con fruición; de nuevo estaba convaleciente por la bronquitis y este habitual estado enfermizo lo relegaba muchas veces a la ausencia de la escuela. El niño se sumergía en la lectura con pasión y en raras ocasiones salía de ellas salvo cuando su adiestrado oído captaba que las “cosedoras”, como decía él, contaban historias de muertos y apariciones. Ahora, manejaba un buen número de tebeos que había ido intercambiando en los pocos días de clase que tuvo antes de ponerse enfermo. Varías novelas del oeste, números sueltos del capitán Trueno, el Jabato, Pantera Negra y Apache se amontonaban a un lado, pero la joya de la corona era sin duda un tomo que recogía varias aventuras de El hombre Enmascarado de ediciones Dólar.

Las mujeres seguían hablando y cambiaban de tema con prodigiosa facilidad, una de ellas, comentó la última proeza del curandero del pueblo y el oído de Pablito le advirtió que el tema le interesaba.

—Pues me he enterado —escuchó Pablito—que a la abuela Roqueta, la mujer de Roque el pastor le ha curado las manos. ¿Señora María usted sabe que enfermedad tiene?, esas que deja los dedos torcidos. —quien hablaba era la mujer más joven. No necesitaba gafas para coser y tenía los hijos más pequeños que Pablito.

María sin dejar de mirar la labora le sacó de dudas.

—Artrosis creo que se llama.

Las palabras de María siempre tenían una poderosa convicción, las mujeres admiraban su sabiduría. Sabía muchas cosas, pero nunca se presumía de ello. María continuó.

—Es algo que viene con la edad. Los cartílagos se pierden y los huesos sufren. Da mucho dolor. Pero sigue contando Leonor ¿Qué le ha hecho el curandero?

Pablito, con los ojos y oídos abiertos, había dejado de leer y prestaba atención al caso.

—Pues dicen que ha cogido una botella de salfumán, ha metido una pluma de gallina, y con ella ha tocado las articulaciones de la abuela Roqueta.

—¡Pero el salfumán es corrosivo! ¡Le habrá quemado la piel —se apresuró a puntualizar Concepción!

—¡Pues ahí está lo bueno! —se apresuró a continuar Leonor — El salfumán no le ha hecho nada de nada y la Roqueta ha salido de allí con las manos sin dolor. ¡Hasta ha vuelto a lavar la ropa en el río!

Se produjo un breve silencio, para dar tiempo a asimilar el “milagro” hasta que

Mercedes inquirió:

—¿Usted qué piensa señora María?

María dejo la costura, se subió las gafas hasta el puente de la nariz y dijo con su voz calmada:

—Cosas así he visto algunas. —y continuó—No tienen explicación. Pero hay tantas cosas que no sabemos. —y remató—¡Y hay quien nace con un don!

Las cosedoras asintieron con movimientos afirmativos de cabeza para no perder puntada.

Pablito tras oír la historia del curandero, pudo imaginarse la escena con viveza. La pobre mujer con las manos agarrotadas y rojas visitando al curandero que, sentado en una silla baja, con la boina hacia atrás, despejándole la frente, le indica que se siente frente a él, y sin palabras le extiende sus manos para que ella las deje allí. Están en casa del curandero, en el comedor, la estancia más grande, al lado de la chimenea. Se oyen mugir las vacas al fondo. El curandero tiene vacas en un establo. Pablito puede imaginar cómo alguien saca la botella del salfumán y se le entrega al curandero junto la pluma de gallina, hasta puede sentir el fuerte olor acre y picante del ácido. Después con extremo cuidado y ante la sorpresa de la viejecita hunde la pluma en el líquido amarillo y marca, con suavidad, las zonas articulares de los dedos. Todo esto ante el asombro de la mujer y el silencio de su marido. Pablito cree a su abuela: algo de magia tiene el curandero. Ha nacido con ese don y no es como el médico del pueblo que tiene que estudiar muchos años para poder curar.

Las cosedoras siguieron con su charla, pasando de una cuestión a otra, como abejas de flor en flor. A Pablito dejó de interesarle los temas y volvió a su Hombre Enmascarado, quien ahora se enfrentaba a unos piratas en la costa bengalí para rescatar de un secuestro a su novia Diana Palmer.


A las doce en punto sonaron las campanas a la vez que se emitía "El ángelus" por la radio, señal inequívoca del mediodía, y aviso a las cosedoras de que debían cesar su actividad y recoger sus cosas. Se fueron poniendo de pie y se despidieron con el habitual “hasta mañana”.

—Nos vamos señora María—dijo Concepción, en nombre de todas — Ya son las doce, ¡hay que poner el arroz!

Y abandonaron el terrado, bajando por las empinadas escaleras en dirección a la calle y el murmullo se fue apagando durante el descenso. En silencio quedaron solos la abuela y el nieto.

—¿Vienes Pablito? Voy a bajar a la cocina.

—No me quedo un rato más aquí yaya.

—Vale. Pero no tardes. Tu madre no tardará en llegar.

Y Pablito disfrutó, otro día más, de la falta de escuela, de la lectura de sus queridos tebeos y de las fascinantes historias que contaban las cosedoras en el terrado, historias tan interesantes como las correrías de sus personajes de tebeo.
 
(c) Vicente Blasco Argente