Cerezas

Le alcanzó la punzada de la nostalgia mientras veía la televisión. Era un programa de tarde, un magazín de breves reportajes que se centraban en pueblos de España, se hablaba de la gastronomía y curiosidades que el periodista narraba a una audiencia, que debía considerar menoscabada intelectualmente. Repantigado en el sillón, y con la atención a medio gas, oyó el nombre del pueblo protagonista: Ibi y como si fuera la magdalena de Proust, le vino a la mente un recuerdo, era más como una sensación, pero también la constatación del olvido.

Tenía catorce años cuando apareció el grupo de cuatro o cinco chicas de Ibi que habían llegado a su pueblo de visita. No recordaba el porqué de su presencia, pero pudiera ser que fuera por alguna actividad de la Iglesia, algo relacionado con un encuentro de jóvenes. Rápidamente, junto con otros chicos y chicas del pueblo, conectaron con el grupo de chicas de Ibi y recordó la sensación que le produjo una de ellas. No era la más bella, pero sin duda sí la más divertida. Era muy delgada y tenía el pelo de color cobrizo recogido en una trenza y, el rostro, moteado de pecas. Durante varios días hizo de acompañante y guía del grupo y fue estableciendo, con la chica de las trenzas, una complicidad extraña. Se hacían bromas y reían de las mismas cosas, había entre ellos una familiaridad y un entendimiento que el resto del grupo lo detectó de inmediato.

Ahora, en el otoño de su vida, mientras se abstraía del programa de televisión, comenzó a recordar pequeñas cosas y la canción que le vino a la memoria fue “Un rayo de sol” de Los Diablos, y al evocar la melodía, comenzó a desenterrar recuerdos, fragmentos solo, tal si como sacara cerezas de un cesto, pero el puzle se fue completando.

Paseaban por las aceras que bordeaban la carretera que atravesaba el pueblo, mezclados todos en una columna de chicos y chicas, pero a ellos dos, los habían dejado solos y hablaban de esos temas que, a los catorce años, parecen lo más importante de la vida: los amigos, los estudios, las vacaciones de verano, de la diferencia entre sus pueblos. Durante los días que las chicas estuvieron en el pueblo, pasearon por los caminos paralelos al río, a la sombra de los frondosos chopos, subieron a la ermita y contemplaron el pueblo a vista de pájaro y visitaron el paraje donde estaban construyendo un embalse que se convertiría en un lago. Los dos jóvenes fusionaron aquel entorno con los aromas de los pinos, el romero y el tomillo, los sabores de la fruta de verano y los contundentes arroces al horno y con todo ello fijaron, en su memoria, un territorio pleno de sensaciones que asociarían a un momento emocional, a un breve espacio de tiempo, pero intenso como la argamasa con la que se forman los recuerdos.

Los jóvenes reían y se asombraban de las cosas que tenían en común, ella tenía una voz profunda y grave y en sus palabras siempre había como un punto de ironía, como si jugara con las palabras, alternando el doble sentido y la franqueza. Era la hermana mayor de tres hermanos pequeños, a los que cuidaba y quería y quizá esa era la razón por la que su trato con los chicos era tan familiar, alejado del distanciamiento que imponían las costumbres entre chicos y chicas.

La última noche de su estancia allí, las chicas fueron invitadas a la pista de baile, una terraza que servía también de cine de verano, rodeada de buganvillas y jazmines. Los dos jóvenes bailaron varias piezas hasta que la orquesta acometió una canción de los Módulos, “Todo tiene su fin” y, con la primera estrofa, ella se pegó a él con cierta intimidad, lo que a él le produjo cierta turbación. No era la primera vez que bailaba con una chica, pero sí que notara la presencia de su cuerpo. Olió el perfume de su cabello y notó un vacío en el estómago. Hasta ese momento, habían sido compañeros, en los que el sexo de cada uno era una mera separación física, pero ahora, algo sucedía entre ellos. Una barrera caía entre ambos y descubrían que podía haber una atracción más allá de las palabras, las risas y las confidencias en los paseos. De súbito, él sintió ganas de abrazarla, envuelto por una ternura desconocida, pero su juicio moral se impuso y no lo hizo, ella presintió la incertidumbre y el miedo que atenazaba al joven y no dijo nada. Todavía estaban inmersos en la moral del pecado de la lujuria, en la dura contención católica, en la castidad como virtud. Y así bailaron, con la extraña sensación de que un estricto muro se interponía entre ellos. Bailaron y hablaron y al acabar la música, todo el grupo se fue a tomar un refresco y a despedirse, porque al día siguiente, las chicas de Ibi partían a su pueblo.

A la mañana siguiente él fue a la estación de autobuses y desde allí la vio llegar con su maleta,  se apresuró a ayudarla y le cogió el bulto en un gesto caballeroso, se cruzaron unas sonrisas y algunas palabras; la acompañó a la puertezuela del autobús que ya estaba en marcha, y allí, instantes antes de que ella subiera, se abrazaron emocionados, sin pudor, en silencio, uniendo sus cuerpo en una despedida que ambos intuían que sería para siempre.  

(c) Vicente Blasco.