Camino del Alto

Oía contar a los chicos mayores, legendarias batallas en el “Alto”, entre las tropas del “Pontet” y las huestes del “Bario”. El “Alto” se llamaba así porque estaba en el punto más alto del pueblo, en la misma colina de la Ermita; era un sitio llano formado por innumerables eriales y algún que otro edificio utilizado como secadero de tabaco o almacén de ajos. Desde donde yo vivía se subía al “Alto” por un estrecho camino que partía desde las Oliveras; era un sendero casi escarpado pegado a la montaña que dejaba un pequeño precipicio a un lado. Casi al final de la empinada cuesta había una pequeña cueva donde una vez se refugió un mendigo. Muchas veces nuestros juegos nos llevaban a pasar por allí, y lo hacíamos un poco temerosos ante lo desconocido pero con insaciable curiosidad ante el extraño individuo que podíamos encontrar.
Una tarde de otoño, atraído por el humo que salía de la cueva subí solo por el camino; pudo más la curiosidad que el miedo así que me acerqué sigiloso a la cueva, camine unos pasos y asomé ligeramente la cabeza intentando ver dentro…. Pero apenas hice el gesto surgió una voz desde la oquedad que me dijo:
—¡Ey chico! ¿Qué pasa? ¿Tienes curiosidad de saber quien hay aquí…? ¡Vamos pasa, pasa… que no te voy a comer!
Indeciso di un paso al frente y me puse delante de boca de la cueva; me alcanzó una vaharada de humo que por un momento me hizo cerrar los ojos.
—¡Agáchate y entra chico! … No tengas miedo.
El espacio era pequeño, quizá poco más de un par de metros de profundidad. El suelo se hallaba alfombrado por una mezcla de hojas secas con restos de mantas viejas. Sentado sobre ellas, manejando un fogón hecho con una gran lata de conservas cilíndrica, se encontraba el mendigo. Parecía un hombre viejo, arrugas en su frente, barba poco poblada y canosa, vestía una gruesa americana un poco raída y sonreía. Gesticulando con una mano me invitó a entrar:
—¿Cómo te llamas? —me preguntó, señalando un rincón donde sentarme.
Le dije mi nombre y me senté un poco ruborizado. Mis ojos abiertos como platos debieron ser suficientemente explícitos para que continuara hablando.
—¿Tienes curiosidad? ¿Verdad? Es normal. Soy un extraño en el pueblo y nadie me conoce. ¡Pero no tienes porque tenerme miedo! Yo voy de aquí para allá y no hago mal a nadie. Ves—me enseñó un soplete de petróleo y varias herramientas— arreglo ollas y cacerolas, me gano la vida así, no robo… no hago mal a nadie…
No recuerdo que hablamos más, solo que me senté frente a él y mis temores se fueron desvaneciendo a medida que me hablaba, respondía a todas mis preguntas de forma correcta y educada, y hasta llegamos a reírnos de alguna de mis ingenuas ocurrencias. Después de un rato me marché prometiéndole que regresaría a hacerle más visitas. Volví a casa sin atreverme a contar el encuentro con mi nuevo amigo.
Varios días mas tarde, salía corriendo de casa hacia la calle, merienda en mano, para encontrarme con mis amigos que esperaban en la puerta, listos para ir a jugar a las Oliveras. Teníamos previstos construir una “cabaña” a partir de troncos de tabaco y refugiarnos allí para hablar y componer nuestras propias historias: una mezcla de relatos de películas, tebeos, aderezado con mucha imaginación; y justo al salir de casa se oyó la voz de mi madre que dirigiéndose a todos nos decía:
—¡Ojo con Las Oliveras! Dicen que hay por ahí un pordiosero que vive en la cueva del Alto. ¡No vayas por allí que seguro que estará llena de piojos!
Palidecí al oír estas palabras. Yo había mantenido en secreto mi encuentro con el quincallero (ésta era su profesión, que descubrí pocos años más tarde leyendo las memorias de El Lute, y donde se explica que el calificativo “quinqui” tiene su origen en este trabajo marginal) y pensaba contarlo a los amigos en nuestras habituales rondas de cuenta historias: la mía seguro que les iba a fascinar.
—¡Venga Vicente cuenta tú una!
Pero no me atreví. Tuve vergüenza. Pensé que sentirían repulsión si les contaba que había estado con el “pordiosero” y…¡hasta era probable que más de alguno notara el escozor de los piojos! Así que callé mi historia y conté otra.
Tuvieron que pasar varios días hasta que me decidí a subir a la cueva. Durante ese tiempo me debatí angustiado entre dos fuerzas antagónicas: lo que debía hacer y lo que quería hacer. ¿Debía obedecer a mi madre?, la sola idea de que se enterara mi padre me producía un terrible desasosiego. Pero deseaba subir a ver al quincallero, consideraba que era una persona digna y que se merecía mi compañía y reforzaba esta idea con mi convencimiento religioso de que obraba como un buen cristiano.
Y por fin tras vencer el temor de enfrentarme a mis padres subí a la cueva. Ascendí por el camino pensando en las cosas que hablaríamos, incluso buscaba una excusa por el retraso de tantos días en la visita, pero cuando llegué allá arriba él ya se había ido, y no regresó jamás...

(c) Vicente Blasco Argente