La calle del Rey

Había dos rutas por las que solía ir a la Escuela: una de ellas era siguiendo la calle Mayor hasta su final, que era el recorrido que elegía habitualmente y que ofrecía el camino más corto. En invierno frecuentaba otro itinerario que era un poco más largo, pero me brindaba entrar de lleno en el mundo de la ilusión: al llegar a la Plaza de la Iglesia cogía una estrecha callejuela, llamada calle de los Reyes Católicos que conducía a la otra plaza del pueblo: la Plaza del Bario y de ahí siguiendo la calle de la Esperanza llegaba por fin a la escuela. Mi obsesión por seguir este camino estaba relacionado con la calle de los Reyes Católicos cuyo nombre creía firmemente respondía al hecho de que en esa calle los Reyes Magos tenían una sucursal. Lo supe desde antes de ir a la escuela cuando aún era muy pequeño y acompañaba a mi madre en sus compras diarias.
En aquella calle de los Reyes Católicos a un centenar de metros de la Iglesia se hallaba una tienda de alimentos y conservas administrada por Alejandro y su mujer Asunción. Alejandro tenía el cabello rizado, abundante y alborotado como un director de orquesta, un cabello que iba adquiriendo un color hermosamente blanco, herencia sin duda, de su madre: la señora Juanita, que era a su vez la abuela de mi amigo José Luis Silvaje. Alejandro era un hombre de carácter jovial y vitalista que acompañaba a Asunción en la tienda y trabajaba de ebanista. Construía muebles con una inspiración más propia de un poeta que de un artesano. Era un virtuoso de la madera, un artista, quizá incomprendido, en un país y una época que pocos sabían apreciar el talento, salvo los niños. Porque Alejandro había sido el padre creador de una criatura que nos fascinaba cuando se acercaban las fechas navideñas, y que me obligaba a cambiar el camino de la escuela, una criatura que colocaba allí, en un lateral de la tienda, un ser majestuoso, solemne y rígido: un enorme Rey Mago de tamaño natural que vestía como un príncipe de cuento con colores sólidos y brillantes. Las manos del rey sostenían un buzón que recogía las cartas de los niños con sus peticiones para el día de Reyes.
— Buenos días Alejandro, venimos a traer la carta a los Reyes.
—¡Muy bien Anita! Pasad, pasad que ahí lo tenéis. Este quién es …¿el Vicentín?
—Sí —apostillaba mi madre —¡el que no quiere comer!
Alejandro siempre sonreía e invitaba a pasar al interior de la tienda, no importaba que mi madre no comprara arenques en salazón o embutidos, lo más importante era que el niño viviera una experiencia única. Yo miraba de reojo, un tanto intimidado por la imponente figura del Rey Mago: las facciones, la apariencia y el gesto de sostener con la mano el buzón eran tan reales que temía que la figura cobrase vida justo en el momento de poner la carta en el buzón. Alejandro, desde el mostrador me animaba:
—Venga Vicentín, deja la carta que mañana mismo pasan a buscarlas.
Con una mezcla de miedo y emoción alargaba mi mano temblorosa, y en un movimiento rápido la introducía en el buzón, no fuera que mis presagios se hicieran realidad.
Alejandro decía que el Rey a veces hablaba, no siempre, pero sí cuando era algo importante. Alejandro entonces se alejaba del mostrador hacia un rincón y con disimulo impostaba una voz grave y potente que parecía surgir de la mismísima boca de la criatura:
— ¡…Vicentín has de comer todo lo que tu madre te ponga en el plato…!
De un salto me pegaba a las faldas de mi madre buscando refugio, mientras daba cabezazos de afirmación y con los ojos desorbitados incapaces de separarlos de la magnífica figura regia. Y ese día, Alejandro contribuía a que mi madre tuviera un problema menos y yo fuera un poco más feliz.
Después cuando ya fui a la escuela y atravesaba el pueblo de punta a punta y al acercarse la navidad cambiaba el recorrido de verano por el del invierno, esperaba ver el día que Alejandro colocaba en su rincón el Rey Mago, y poder extasiarme un rato contemplando, como hacían tantos otros niños, el rostro apacible y sereno del Rey Mago, aquella figura que nos impresionaba y hacía que nuestros corazones se llenaran de esperanza.
En el invierno de 1965 la tienda no abrió. Los días pasaban y el Rey Mago no aparecía. Le pregunté, entonces a mi amigo José Luis si sabía algo de su tío Alejandro y Asunción y el porqué de la ausencia de nuestro querido rey Mago. José Luis me dijo apenado que su tío Alejandro y su familia se habían ido a vivir a Francia, un país extranjero. Un país al que muchos del pueblo se marchaban en la época de la vendimia y regresaban en Navidad, pero otros, los que se iban con toda la familia, esos, tardaban en regresar muchos años. En la escuela, a la hora del recreo, sentados en un rincón del patio, a resguardo del frío y expuesto al cálido sol del invierno, un grupo de chicos hablábamos sobre el tema del Rey Mago. A muchos nos costaba creer que el Rey nos hubiera dejado por otros niños, pero Vicente el de Raquel, que siempre razonaba más que ninguno de nosotros sostuvo con vehemencia que ¿a ver si los niños franceses no tenían también derecho a tener el Rey Mago de Alejandro? Y ante tal argumento nadie supo qué contestar.
De regreso a casa, esa tarde, lo hice por la calle Mayor, corriendo para llegar pronto a casa. Tenía algo muy importante que preguntarle a mi abuela Anafé. Ella que lo sabía todo.
—¡Yaya, yaya! –le interrumpí sus labores mientras cosía al sol de la tarde, en el zaguán de la casa, acompañada por unas vecinas.
Dejó sus labores un instante y me miró por encima de sus gafas de coser.
—¿Qué quieres querido?
—Te lo diré al oído, no quiero que se entere nadie ¿vale?
Me miró un poco sorprendida. Acerqué mi boca a su oreja y le susurré mi pregunta. Al oírla sonrió condescendiente y dijo después:
—¡Pues claro, hijo mío! ¡Tú puedes ser lo que quieras!
Me invadió una gran alegría y entre en casa a saltos para buscar la merienda, estaba lleno de gozo porque desde ese momento el Rey Mago también sería mío, ahora que sabía que podía ser francés.

(c) Vicente Blasco Argente

 

Calle de los Reyes Católicos en la actualidad