Anoche volví a llorar en sueños


Le reconocí entre una multitud que llenaba la calle. Caminaba entre ellos dándome la espalda. Grité, para llamarle, sobreponiendo mi voz al rumor que producía la gente. Se paró y se giró, muy lentamente, como a cámara lenta.

Corrí entonces hacia a su encuentro, sorprendido de encontrarlo allí, entre aquel gentío, en un mar de rostros desconocidos. Según me acercaba, me invadía una enorme alegría, una alegría que parecía dejar atrás todo el dolor acumulado, todo lo pasado, y me preguntaba como podía ser posible que tras tantos años de ausencia volviera a aparecer de nuevo, tal y como lo recordaba.

Y corrí con más fuerza, ya con el aliento falto.

Quería decirle que ya sabía que no fue culpa suya y que tuvo que marcharse a la fuerza. Que fue una terrible sorpresa para todos nosotros y que nadie podía imaginar, ni en las peores pesadillas aquel desenlace. Pero ahora debía decirle que me costó mucho entenderlo; que durante mucho tiempo no podía hacerme a la idea de que nos abandonara de ese modo. Pensé en decirle cuanto había sufrido por su marcha y que me había sentido solo, muy solo, plantado sin una explicación, sin una palabra. Le diría que había sentido rabia y hasta ira por todo aquello que el destino nos tenía preparado. Que añoraba el olor de su tabaco, la carcajada de su risa, la fuerza de sus brazos, el temple de sus manos. Que me sentía orgulloso de sus habilida-des y de su inteligencia que siempre hacía que me ganara al ajedrez, de la ponderación de sus palabras: mediando siempre en los conflictos, buscando ese punto de encuentro donde una sonrisa hacía romper el enojo. Que no hubo tiempo para escu-charle o para decirle tantas cosas que no le dije. Le diría, ahora, que no le había olvidado y que le seguía queriendo tanto como siempre, como cuando me llevaba a pasear en moto, o me contaba historias de su padre, o aquella cuando durante la posguerra, siendo adolescente, no tenía nada más para comer que naranjas y pan, y durante días se alimentaba a base de ese pobre menú, o cuando me enseñaba a desmontar, con paciencia de pescador, cualquier pieza, cualquier mecanismo por el que sentía fascinación, o cuando nos recitaba pasajes de “Una limosna por Dios”, una obra de teatro en la que interpretaba el papel de un viejo mendigo con un nieto a su cargo, su poderosa voz nos hacía emocionar creyendo, por un momento que estábamos frente aquel desafortunado abuelo, o cuando, los sábados, por la tarde nos llevaba a mis hermanos y a mí, al Bar Brasilia y entorno a una mesa compartíamos una cazuelita de gambas al ajillo que solo Rosita sabía preparar con mano maestra, o los domingos, cuando después de asistir a la primera misa y tras el habitual recorrido para ver a sus hermanas, con la excusa de tomarles la tensión, pasaba después por el estanco y nos compraba cigarrillos con filtro, porque sabía que aunque no fumábamos delante de él todos consumíamos tabaco.

Le alcancé justo cuando su cara estaba frente a la mía. Me sonrió al verme, pero no parecía sorprendido. Le pregunté: Papa ¿Por qué te fuiste a morir así de repente, sin que antes pudiera abrazarte y besarte aunque solo fuera una vez? Pero él no contestó, se limitó a mirarme. Dio media vuelta y continuo su camino entre aquella multitud que pareció tragárselo. Y al verle marchar rompí a llorar de nuevo.

(c) Vicente Blasco Argente