ABOGADA DE OFICIO

El caso del joven silencioso

María aparcó cerca de la comisaría de los Mossos de Escuadra, cogió la carpeta y entró en el edifico, ante el puesto de guardia se identificó como abogada de oficio y preguntó por el nombre de su cliente. Un nombre, que apenas unas horas antes, le era totalmente desconocido. María hacía sus prácticas de letrada en un bufete de abogados y este era el segundo caso que su jefe le pasaba. La solicitud de un abogado de oficio toca por turno y en la petición, por parte de la policía, solo se incluye el nombre del detenido y el posible delito, en este caso, violencia en el ámbito doméstico.

María, acompañada por un mosso, cruzó el umbral de la sala de visitas. Solo había sido informada, de forma confidencial, de que la denuncia provenía del padre y el hermano del detenido. En el momento que María llegó a para asistir al detenido y comenzó el interrogatorio por parte de un policía que mecanografiaba con dos dedos veloces sobre el teclado de un ordenador. Dos cosas llamaron la atención a la letrada, primero la extrema juventud del detenido, después sabría que el joven apenas había cumplido los dieciocho años, y lo segundo el aspecto: la cara estaba hinchada por los golpes, el labio partido y un ojo tumefacto. Según la denuncia se había pelado con su padre y su hermano y estos habían llamado a los Mossos de Escuadra. Al presentarse como la abogada para el interrogatorio, María, hizo muecas disimuladas para que el detenido no abriera la boca ante el mosso, como una medida de precaución para salvaguardar sus derechos, pero el joven no advirtió los intentos de la abogada, aún así no despegó sus labios tumefactos a las preguntas del mosso. Cuando María se quedó solo con el joven le preguntó que había pasado y si necesitaba ayuda sanitaria, el joven, se negó a hablar y no quiso tampoco que fuera visitado por el médico. Pese a la insistencia de María para que le explicara que había sucedido y la advertencia de que al día siguiente iría a los juzgados, el joven se mantuvo en silencio. En un intento de convencerle la abogada le dijo: “Esta noche dormirás en comisaría, y mañana nos veremos en los juzgados. Piensa que para que te pueda ayudar necesito saber que ha sucedido”, pero el joven, con la cabeza gacha y los ojos hundidos en no se sabe que pensamientos no dijo nada.

A la mañana siguiente María se encontró con el joven en los juzgados, cuyo rostro, ahora estaba amoratado y evidenciaba la violencia de la pelea. La abogada pudo permanecer unos instantes con el detenido mientras esperaban ser llamados para la vista preliminar. Le apremió entonces para que le contara al juez lo que había sucedido, de lo contrario su defensa sería muy difícil y tenía todas las de perder. Le informó que la denuncia venía firmada por su padre y su hermano, y al oír esto último compuso un gesto de sorpresa y decepción al mismo tiempo y los ojos se le llenaron de lágrimas y prorrumpió entonces en un llanto entrecortado por las palabras, que fluían a borbotones. Y comenzó de este modo a explicarle a la abogada su historia. María escuchaba ávida toda esa información, asombrada también por el relato. Pero antes de que concluyera con su relato fueron llamados por el fiscal. María solo tuvo tiempo de decirle que dijera la verdad al juez, lo mismo que estaba contándole a ella.

La sala estaba presidida por una juez, quien preguntó al joven si quería declarar lo que había sucedido. El joven de pié, junto a María su abogada que parecía darle ánimo con su mirada, fue desgranando su historia.

El joven vivía con su padre y su hermano desde que su madre les abandonó cuando él tenía trece años. Desde estonces siempre habían vivido un poco a salto de mata, su padre, pasaba más tiempo en el bar que buscando trabajo y su hermano seguía el mismo camino que su padre, aunque se llevaba bien con él. Vivían gracias a alguna chapuza de obras y la Renta Mínima de Inserción con lo que subsistían bordeando la marginalidad. Tras la escolarización obligatoria, el joven había encontrado algún que otro trabajo, pero el dinero de la paga acababa en manos de su padre, quién lo dilapidaba, la mayor de las veces en los bares del barrio. Pronto comprendió el joven que esa vida estaba destinada a ser un círculo vicioso y durante el último año fue madurando la idea de marcharse de casa al ser mayor de edad. Habló de ello con su hermano, pero la poca ambición de su hermano, quien se conformaba con la vida que llevaba, dio al traste con encontrar un cómplice. Además tenía una novia, más joven que él, con la que proyectaban vivir juntos lejos de aquel ambiente. Al cumplir dieciocho años, hacía unos meses, optó por guardarse el dinero de la paga, con el fin, según él, de tener algo ahorrado que le facilitara la marcha. Pero cuando su padre se dio cuenta que no dejaba dinero en casa se lo pidió gritando, a lo que él se negó chillando también. Se enzarzaron en una discusión en la que le dijo a su padre que se iba de casa, y el padre, colérico le exigió que le diera no solo la paga, sino que tenía una deuda contraída con él en concepto de gastos de alquiler y mantenimiento de los últimos años. El joven airado cogió una bolsa, metió en ella la ropa que tenía y decidió largarse de allí cuanto antes. Fue entonces cuando se inició la pelea. Su padre intentó detenerlo, se interpuso entre él y la puerta y dándole empujones lo arrinconó contra la pared, al tiempo que registraba sus pertenencias buscando el dinero. La ira se apoderó entonces del joven, y agredió a su padre. Pero su padre encolerizado le golpeó con saña y violencia, dándole una buena paliza. En ese momento llegó su hermano que al principio trató en vano de separarlos, pero ante la intimidación del padre que no paraba de gritar, se sumó a la reyerta, bloqueando a su hermano. En ese momento unos vecinos llamaron a la puerta diciendo que habían llamado a los mossos. Una vez la policía se personó allí, el padre, acusó a su hijo de iniciar la agresión y que él se había defendido. Su hermano corroboró la tesis del padre, y el joven fue arrestado y llevado a comisaría.

Y ahora allí estaba el joven frente a la juez, con el rostro amoratado, declarando ante ella como un niño asustado. María advirtió que la juez escuchó el relato entre los sollozos del joven con interés, despegando su mirada de los papeles que inundaban su mesa. Eso favorecía su causa, pensó la abogada, y más, cuando la Juez, tras hacer salir al joven, hizo pasar al padre quien, para sorpresa de María, apareció sin una magulladura en el rostro.

La juez preguntó al padre de sopetón: “¿Cómo se ha hecho su hijo esas heridas en el rostro?” pero el padre, en lugar de ceñirse a los hechos comenzó una perorata sobre lo difícil que había sido su vida, abandonado por su mujer mientras que él solo, sacaba a sus hijos adelante. La juez le cortó el discurso autocompasivo y volvió a preguntarle por el estado de su hijo. El padre, inició de nuevo otro discurso y la juez lo hizo callar conminándolo a abandonar la sala. Entonces hizo llamar al joven acusado y le preguntó si quería formular una denuncia contra su padre y su hermano. Durante unos minutos se hizo el silencio en la sala. El caso había dado un giro inesperado. La juez repitió la pregunta al joven. Y al final, con una voz tenue dijo: “No”. La juez dio por terminada la vista, archivó el caso y salió de la sala. María felicitó al joven mientras el padre y el hermano salían del juzgado con el semblante desencajado.

Acabada la vista y tras despedirse del joven que le dio la gracias por ayudarlo, María tuvo que rellenar varios documentos en el juzgado. Fue al salir que se encontró con el joven en la calle, en sus pies descansaba la bolsa con sus pertenencias. “¿Qué haces aquí?” le preguntó la abogada, pues había pasado más de una hora desde que acabara la vista. “Estoy esperando a mi novia” y añadió “Hace rato que la llamé”. María miró el reloj, eran casi las dos de la tarde. “Venga vamos a esa hamburguesería que te invito, desde allí podrás ver si viene tu novia”. Comieron en silencio hasta que en un momento determinado él dijo “No vendrá. Mi novia no vendrá”, María supo porque “No quiere su padre ¿verdad?” y el asintió con la cabeza y los ojos cerrados. “¿Y qué quieres hacer?” Durante un rato el joven pareció pensar y evaluar las posibilidades que tenía, en su rostro más que preocupación se adivinaba tristeza, una profunda tristeza. “Anímate que todo ha quedado en nada y ahora puedes comenzar una nueva vida”. Pero el joven no parecía escuchar las palabras de ánimo de la abogada.

Cuando acabaron de comer María se encontró frente a un dilema ¿Qué hacer?, el joven estaba solo y su novia, menor de edad, no vendría a rescatarlo. Le preguntó si tenía más familia o amigos, y tuvo por respuesta un no. Entonces hizo varias llamadas y no encontrar ninguna solución, al final, le preguntó “¿Que más puedo hacer por ti?” y el joven con la cabeza hundida en los hombros, vencido, respondió tras un rato de meditación “¿Puedes llevarme a mi casa?”.

María condujo de regreso a su domicilio tras dejar al joven en la puerta de su casa. Reflexionó sobre su segundo caso como abogada de oficio. Ella había elegido una carrera por vocación, creía, con el fervor del principiante, que esa carrera le permitía hacer algo bueno por los demás. Y así había sido, aunque no podía alejar de si la sensación de amargura. Dudó si había hecho bien en involucrarse en la vida de aquel joven preocupándose por su futuro y llevándolo a su casa, como un retorno al pasado. Conducía María ajena a la bronca que su propio padre le daría por haberse implicado emocionalmente en un caso. Mientras aparcaba el coche, con su mente analítica y profesional, se hizo una última reflexión: imponer justicia no siempre soluciona los problemas de la vida. Era una lección que debía aprender. Aunque le doliera
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(c) Vicente Blasco Argente