Perdido

Me pierdo con facilidad. Eso lo saben muy bien mi familia y mis amigos. Pero el problema no radica en mi falta de orientación espacial, muy común a muchas personas, mi problema es que cuando me pierdo me acomete una sensación de angustia y nerviosismo que nubla totalmente mi entendimiento. Con los años esta sensación ha ido creciendo y si bien, a veces, intento disimular esa agitación interna esbozando una sonrisa forzada o utilizando ademanes de galán imperturbable, quien me conoce bien, adivina mi estado fácilmente: quizá me traicione un ligero temblor en mi voz o el incremento en la aceleración de mis gestos, ya de por sí acelerados. En cierta ocasión tuve la oportunidad de exponerle el caso a un psicoanalista, añadiendo que tenía sueños recurrentes en los que, en situaciones y espacios diferentes, me sucedía lo mismo: que me perdía. Él me explicó, pausado y didáctico, que muy probablemente se debía a un trauma infantil, y acertó de lleno, porque hay un hecho sucedido en mi infancia que me ha acompañado toda la vida.

Tenía siete años e iba a tomar la Primera Comunión, razón por la cual asistía, con otros chicos, a clases de catecismo en la Iglesia Parroquial, donde una anciana devota nos enseñaba las oraciones. Ese día, cuando salimos de la Iglesia dimos con un pasacalle; un grupo de músicos, pertenecientes a la banda del pueblo tocaba sus instrumentos, y tras ellos, cual flautistas de Hammelin, se iba sumando una algarabía de muchachos que seguía la comitiva. Entre ellos iba yo. La banda encaminó sus pasos hacia la calle de Los Reyes Católicos y desde allí a la Plaza del Bario a la que rodeó entre sonidos de trombones, clarinetes, tambores y platillos. Hasta aquí bien, porque conocía el trayecto: era el que seguía habitualmente para ir a la Escuela. Pero al rodear la plaza la banda siguió un tramo por la calle de la Esperanza y enfiló por una pendiente que subía hacia la parte alta de pueblo. Esto ya era terreno inexplorado para mí, así que comencé a preocuparme. Algunas preguntas me golpeaban insistentemente imponiéndose al ritmo de la música: ¿Dónde estaba? ¿Sabría regresar a casa? La comitiva giró por la calle Buenos Aires y ahí ya fue cuando se me desencajó el rostro por completo, porque esa calle no la conocía de nada y mucho menos las que desembocaban en ella, un número indeterminado de pequeñas callecitas en pendiente y algunas escalonadas. Yo jamás había visitado esas calles ¡ni sabía que existían! Las piernas dejaron de obedecerme y me fui retrasando de la comitiva ya que a la fatiga de la caminata se sumaba la agitación provocada por el miedo a perderme. Una idea comenzó a martillearme el cerebro: tengo que regresar a casa como sea. El tiempo apremiaba. Se hacía tarde. No veía nada más que lugares desconocidos y para mayor desaliento la comitiva se había alejado de mí. Tenía que huir de allí. Buscar el camino de regreso y comencé a desandar el camino, entrando en un diabólico deambular errático y sin sentido. La mente desbocada no hacía más que ofrecerme ideas descabelladas: ¿perdido para siempre entre calles desconocidas?, ¿dormir acurrucado en un portal?, ¿y el sufrimiento de mis padres buscándome? Y no iba desencaminado en esta idea, porque en mi casa, ante la tardanza se había desatado una vorágine de actividad: mi hermano Alfonso rastreaba los campos de la Oliveras, mi padre disimulando su preocupación, sondeaba solitario las aguas de una balsa de riego cercana, apartando con una caña la alfombra de algas que la cubría, y mi madre, había salido al pueblo intentando localizarme. En mi ciega carrera, por fin, una idea se antepuso a las demás con cierta lógica: si el camino que había hecho era de subida ahora tenía que encontrar un camino de bajada. Dejándome llevar por este único razonamiento bajé por la primera calle que encontré y troté la pendiente poseído por el espíritu de un kamikaze japonés en busca de un avión americano. Ya casi al final de la calle acababa en una zona plana, donde se cruzaba con otra y allí me pare en el mismo cruce, y me senté en el bordillo de la acera, jadeante por la carrera y totalmente descompuesto. Entonces comencé a llorar. Tras varios hipidos oí una voz familiar tras de mí que dijo:

— ¡Chico que haces aquí!

Me giré con los ojos llorosos y me encontré con mi madre que salía de una tienda, justo en la esquina de la calle por la que había bajado como un suicida, era la calle Miguel de Cervantes con el cruce de la Calle Mayor. Al verla aún prorrumpí en un llanto más intenso aunque liberador por la alegría de verme salvado. Me agarré a su pierna y no la solté hasta que un pescozón me volvió a la realidad.

— ¡Morral! ¡El susto que nos has dado! ¡Todos buscándote! —Yo no contesté. No podía.

Al llegar a casa ya más tranquilo, con el ambiente más calmado, le conté a la abuela mi odisea y entonces ella, con paciencia pedagógica me refirió esta historia:

— ¡Es natural que te hayas perdido! Todos los niños se
pierden una vez. También le sucedió al niño Jesús. Los padres de Jesús iban en caravana cada año a celebrar la Pascua a Jerusalén desde Nazaret. Tras varios días allí emprendieron el regreso, creyeron que el joven Jesús iba con algún otro miembro de la caravana de vuelta a Nazaret cuando en realidad se había quedado en Jerusalén. Al advertir la perdida los padres, angustiados, regresaron a buscarlo y lo encontraron en el Templo, sentado en medio de varios sabios a los que cautivaba con sus conocimientos. Jesús tenía entonces doce años.

Aunque me quedé pasmado por la historia de la abuela, no me fue de mucho alivio, seguía con el temor metido en el cuerpo a perderme: ¡ni aunque acabara rodeado de sabios contándoles mis extensos conocimientos de las aventuras del capitán Trueno, el Jabato o el Cosaco Verde!

Tantos años después sigo temer perderme. Durante mis primeros años en Barcelona, planificaba mis rutas teniendo en la red de metro como el mejor aliado. Con el coche, dibujaba en un plano del recorrido. No ha mejorado mi orientación desde entonces, es cierto, aunque cuento con más recursos que antes: llevo el teléfono dotado con GPS y batería de repuesto, pero sobre todo cuento con la extraordinaria capacidad de orientación de Núria, quien puede llevarte de un sitio a otro con el instinto de las palomas. Roles cambiados, dicen algunos. No son los únicos. Respondo. ¡Pero qué alivio cuando conduce ella!


© Vicente Blasco