La Peña de Sansón

No fue hasta que llevaba caminando más de media hora que se dio cuenta de lo lejos que estaba el lugar a donde se dirigía. El camino, intrincado y pedregoso, se hacía cada vez más difícil y Amparo llegó a preguntar a su marido si estaba seguro que ese era el camino. Salvador, unos pasos más atrás respondió con su laconismo habitual:

— Creo que sí.

Y ella sonrió sabiendo que él conocía el camino pese a que la última vez que subió, según le había contado fue cuando tenía unos catorce o quince años. Y de eso había pasado algo más de cincuenta años. Amparo recordó su primera vez. Era a finales del mes de julio, el día se santa Ana, y formaba parte de un grupo de niñas, que acompañadas por un padre, subían por primera vez a la misteriosa Peña de Sansón. Caminaban en fila por un camino de herradura, a veces, invadido por molestos arbustos que ellas evitaban saltando, entre risas y bromas que parecían rebotar en el eco de las montañas. Estaban excitadas y nerviosas por la emoción de ver la cueva y, sobre todo, la gigantesca piedra rectangular para poder comprobar lo que tantas veces habían oído en casa, en las charlas de invierno alrededor de la mesa camilla, o en verano, en el patio de la escuela, a resguardo del sol inclemente bajo la sombra del edificio que proyectaba en su lado oeste. Amparo estaba fascinada por la historia de esa gigantesca piedra, que según decía la Leyenda, había sido lanzada por una apuesta, desde el Castillo que coronaba el pueblo, nada más y nada menos que por el mismísimo legendario y bíblico Sansón y utilizando un solo dedo.

Desde la jubilación de Amparo, había aparcado su máquina de bordar y la había sustituido por un teléfono móvil con acceso a Internet, y con él cada día salía a pasear por las calles del pueblo. De un modo intuitivo fotografiaba cada rincón y calle del pueblo y lo subía al Facebook. Poseía un don natural para la composición fotográfica y tenía muchos seguidores de sus fotos entre los vecinos del pueblo y algún que otro emigrado, inoculados con el virus de la nostalgia. Realizaba sus paseos acompañada por su comprensivo y silencioso marido, y ambos, recorrían sendas y caminos en un intento de recuperar, de nuevo, las pequeñas maravillas que escondían aquellos paisajes olvidados. Y a eso se dedicaba Amparo en su nuevo tiempo de ocio: fotografiar fuentes, arroyos, cuevas, arboledas y hasta animales, que componían el paisaje natural de su pueblo. Era como descubrir o redescubriese de nuevo el encanto de las cosas que por existir tan cerca, se acaban por no ver. Ahora se dirigía, con su cámara a la imponente mole de piedra que sobresalía de la montaña: la Peña de Sansón.

Cuando el grupo de chicas emprendió la excursión aquel día de julio, Amparo tenía entonces catorce años y ya era una joven simpática y desenvuelta con gran sentido del humor que reía y se divertía entre las amigas que subían de excursión a la Peña de Sansón. Se recogía el pelo en una sola trenza que su hermana le había hecho con esmero. Algunas de las chicas hablaban entusiasmadas de la película del domingo, una de Marisol titulada “Tómbola” otras, las más eclesiásticas, del reciente fallecimiento del Papa Juan XXIII ocurrido el mes anterior y, la mayoría, entre las que se encontraba la joven Amparo, cantaban a coro la última canción del Dúo Dinámico:

“eres tu,
eres tu,
eres tu,
la chica con quien tanto soñé
eres tu,
eres tu,
el motivo de amor más sincero que yo encontraré”


Y así iban ellas, entre canciones y comentarios ascendiendo por el estrecho camino boscoso hacia la Peña de Sansón cuando de pronto, como surgida de la nada, se encontraron frente a ella. El hombre les dijo:

— ¡Chicas! Ahí la tenéis.

Todas callaron de golpe. Ante ellas había una enorme roca rectangular de proporciones colosales que debía pesar varias toneladas, era la misma que Sansón lanzó desde el Castillo con un solo dedo para cumplir su apuesta. Frente a la piedra estaba la cueva, en cuyo interior, se hallaba un depósito de agua excavado en la roca. El adulto que les acompañaba les explico que allí se recogía el agua para que los pastores pudieran dar de beber a las ovejas. Las chicas tras dar varias vueltas por la roca, entraron en la cueva y se sentaron por los rincones mientras daban cuenta de sus bocadillos para recuperarse así de la fatiga. Amparo y otras chicas descubrieron en un extremo de la cueva varias inscripciones, y con la normal curiosidad juvenil comenzaron a leerlas: eran simplemente letras grabadas en la piedra caliza, siglas con fechas, probablemente de enamorados, o de visitantes que intentaban así dejar constancia de su existencia en aquel lugar mágico. Fue entonces cuando Amparo le preguntó a una de sus amigas:

—Rosario ¿Llevas la navajita de tu padre? Voy a derjar aquí mis iniciales.

Amparo y Salvador llegaron por fin a la Peña de Sansón. Ya frente a ella y antes de entrar en la cueva Amparo fotografió desde varios ángulos la mole de roca mientras Salvador, con las manos entrelazadas a su espalda oteaba el horizonte. Después, ya ambos bajo la sombra de la cueva admiraron lo bien hecho que estaba el depósito de agua que servía de pequeño embalse o aljibe y comentaron el modo tan hábil como los antiguos trabajaban la piedra siendo capaces de horadar en la roca formas tan bien hechas. La conversación derivó en el recuerdo de la última vez que visitaron aquellos parajes, y Amparo rememoró el viaje con un grupo de chicas allá en el lejano año 1963, y fue entonces cuando se acordó de los grabados en la roca.

—Me acuerdo que por aquel lado—y señaló a una zona plana de cueva mientras se dirigía hacia allí—grabábamos nuestros nombres.

Ya en el lugar Amparo observó con detenimiento, y con un punto de emoción, aquella pared llena de garabatos escritos hacía tanto años.

—Pues no lo encuentro…

Salvador sonreía enigmáticamente y preguntó:

—¿El qué? Amparo.

—…Mis iniciales que grabé por aquí….

Entonces Salvador alargó el brazo y señaló un punto concreto de la pared rocosa.

—¿No es esto lo que buscas?

—Amparo calló sorprendida. Observó sus iniciales y no estaban solas, a su lado otras siglas, que no tardó en identificar con las de su marido, y todas ella envueltas por el dibujo de un tosco corazón.

Amparo, enmudecida por la sorpresa, miró interrogativamente a su marido, cuya sonrisa tímida evidenciaba el conocimiento de un secreto.

—¿Cuándo?— peguntó ella, abriendo los ojos, que parecían agrandarse por el cristal de sus gafas.

—Pocos días después de que vinieras tú subí yo.

— ¿Y cómo sabías…?

— Por tu amiga Rosario.

—¿Ya me querías entonces? —preguntó Amparo con un destello de orgullo en su mirada.

—Ya —Respondió Salvador, con su habitual sobriedad de palabras.

Callaron un momento mientras observaban embriagados aquel recuerdo tan hermoso y remoto a la vez. Después Salvador le puso la mano en el hombro y le susurró.

—Es tarde Amparo, deberíamos bajar ya al pueblo.

—¡Venga, vámonos!— dijo toda resuelta, y añadió —¡Pero qué sorpresas tiene la vida! y soltó una de aquellas carcajadas tan suyas, una mezcla de feliz socarronería.

Se dieron la vuelta y salieron de la cueva.

— ¿Sabes qué Salvador? — agregó ella — ¡Te voy a hacer unas orilletas cuando llegamos a casa que te chuparas los dedos!

—¿Cómo premio?

—¡Pues claro!

Y ambos bajaron por el camino pedregoso, él detrás de ella, como siempre, silencioso y atento, con una sonrisa dibujaba en su rostro.

 

(c)Vicente Blasco