La herencia del tío Manuel

Al salir del trabajo una de las compañeras de Marina la invitó a tomar algo junto con otros compañeros en un bar cercano al lugar donde trabajaban, era viernes y había sido un día duro y el fin de semana prometía un buen descanso. Trabajaba en una oficina de empleo como administrativa, era interina y las recientes noticias sobre la crisis y las reducciones de personal en la administración pública la tenían preocupada. No pasaba lo mismo con su dos hermanos, ambos se ganaban bien la vida lejos de esta ciudad. Emili, el mayor, en Girona, donde ejercía de ingeniero de caminos y canales y compartía su vida con su esposa Mercè. Jordi, el mediano, que era un tanto vividor, siempre andaba haciendo negocios de los que ella desconocía casi todo y cada vez que hablaba con él le contaba una historia distinta. Ahora, según decía, estaba en Marbella, o al menos eso es lo que le dijo, montando un campo de golf. Marina rechazó la invitación y su compañera se preguntó qué hacía todos los viernes por la tarde que le impedía quedarse a tomar una copa, como hacían casi todos los miembros de la oficina. Marina cogió el autobús y se dirigió, como cada viernes y miércoles, a una cita que llevaba repitiendo los últimos dos años. Iba a casa de su tío Manuel, hermano de su madre y único miembro de la familia que le quedaba. Su tío era un viejo solterón que vivía en un piso del ensanche barcelonés, un gran piso que requería alguna reparación aunque se mantenía siempre limpio y ordenado, gracias quizá al buen quehacer de una señora que limpiaba dos veces por semana y también a la meticulosidad de su tío, que al vivir solo durante tantos años había aprendido a organizarse con una gran economía de medios. Lo que más llamaba la atención en aquel piso antiguo y de techos altos era la gran cantidad de estanterías con libros que poblaban el espacio. Su tío, que siempre había sido un voraz lector, sufría desde hacía dos años una enfermedad ocular que le había dejado ciego, y privado de este sentido, necesitaba, al igual que el célebre escritor argentino Borges, que alguien le leyera o releyera alguno de los centenares de libros que llenaban su bien nutrida biblioteca. Y era Marina la que cada miércoles y viernes leía un rato a su tío. Y su tío Manuel esperaba ese encuentro alborozado, porque amaba a esa sobrina suya, la única que le visitaba con asiduidad y le dedicaba parte de su tiempo para que él fuera feliz un rato con su compañía y la lectura.

Marina le profesaba un cariño especial a su tío Manuel, y aunque comenzó a conocerlo más cuando él retornó ya jubilado, siempre había sido un referente importante en su vida: un hombre hecho a sí mismo, alejado de los suyos por necesidad. En sus habituales visitas ambos paseaban y hablaban. Era un hombre de izquierdas, de fuertes convicciones humanísticas que había pasado por mil aventuras durante su obligado exilio, y a ella le encantaba que le contara los retazos de su vida y le gustaba acurrucarse a su lado y escuchar esos relatos en los que se sumergía como si fuera una niña abducida por la magia de los cuentos. A veces leían juntos, cubiertas las piernas con una manta de mesa camilla y cuando Marina le preguntaba por su amor a los libros él le respondía siempre: “¿Cariño, tú sabes la riqueza que contienen los libros?”

La historia de Manuel era la historia de muchos como él que emigraron durante los años sesenta y que regresaron tras haberse jubilado; como solo tenía una hermana, la madre de Marina creyó que lo mejor era establecerse cerca de ellos en Barcelona y compró un piso del ensanche barcelonés. Manuel se vino a vivir a la ciudad y se trajo con él sus libros y sus costumbres ascéticas, que incluían su paseo matinal, la compra de La Vanguardia con la broma habitual al kioskero, y la bagette de pan y el saludo sonriente a la panadera. Al principio quedaba con sus tres sobrinos para ir al cine o al teatro, aunque al final, con los años, solo Marina acabó yendo periódicamente a la cita con su tío.

Una tarde de octubre Marina recibió una llamada de teléfono desde el Hospital Clínic de Barcelona con la terrible noticia. La señora de la limpieza se había encontrado a su tío Manuel en el suelo, pálido y sudoroso, atenazado por un fuerte dolor en el pecho, llamó entonces a los servicios de urgencia y una ambulancia lo trasladó al hospital: había sufrido un infarto y estaba ingresado en cuidados intensivos con pronóstico muy grave, lo que presagiaba un desenlace fatal. Como así ocurrió.

Al entierro asistieron los tres, aunque ella sospechó que sus hermanos vinieron más atraídos por la posible herencia que por el afecto que le profesaban al viejo tío Manuel. Tras la ceremonia fueron al notario. Con la lectura del testamento supieron que el finado no dejaba más que una cuenta corriente, con apenas unos miles de euros, y algo en efectivo. Supusieron que durante los últimos años debió utilizar el dinero en su cuidado, pero no obstante, dejaba el piso del ensanche a los dos varones, mientras que la enorme biblioteca con más de tres mil ejemplares los dejaba a su querida sobrina Marina. Emili pensó que pagando lo que se quedaba Hacienda, les quedaría a él y su hermano Jordi un buen pellizco. Ambos hermanos reprimieron la alegría que el notario les había dado al leer el testamento de su tío Manuel, lo cierto es que ninguno de los dos se habían imaginado que su tío hubiera sido tan generosos con ellos y tan poco con Marina, a la que le había tocado, en esa rifa impredecible, todos los libros de la casa. Un buen montón de libros por cierto, pero aún vendiéndolos, Marina salía perjudicada, porque ¿qué podrían darle por esa montaña de papel? ¿Mil euros? ¿Dos mil? ¿Tres mil?

— ¿Marina, has pensado qué harás con tanto libro? —preguntó Emili

— Nada. Los guardaré. Eran del tío, si me los ha dado en testamento es porque deseaba que los tuviera. Siempre quiso mucho a esos libros.

— Pero hermanita, ¿tú te has vuelto loca? Tantos libros no te cabrán en tu piso —añadió Jordi sumándose a la conversación.

— Lo mejor que puedes hacer es vendértelos —apuntilló Emili.

Pero Marina no contestó, un nudo en la garganta se lo impedía, porque recordó la noche en que murió su tío Manuel ingresado de urgencias en el Hopital Clínic cuando ella permaneció a su lado. En un momento determinado, con la respiración entrecortada y los ojos brillantes como dos piedras de ónix su tío le hizo prometer que nadie más que ella tocaría sus libros, y ella recordaba, ahora, con ese nudo en la garganta que le cerraba el hablar, aquellas palabras. Pensó Marina que para su tío sus libros era lo más importante que tenía y donárselos a ella era un acto de amor.

Dos semanas después del sepelio, el piso fue vendido a una promotora y los libros, empaquetados por Marina, fueron trasladados a un almacén provisional mientras pensaba en cómo buscar acomodo para tantos volúmenes. Era un día especialmente angustioso para Marina porque esa misma mañana le habían comunicado su próximo despido: apenas le quedaba una semana de trabajo. Quizá fuera su estado de ánimo lo que le llevó a coger cuatro libros al azar para leerlos en casa, como un pequeño homenaje a su tío, como si al acariciar cada uno de ellos pudiera revivir los instantes vividos con su tío y olvidar el desesperado presente. Esa misma noche, ya en la cama, Marina abrió uno de los libros y comenzó a leer, de repente se deslizó algo entre sus hojas, como un punto de libro escondido en su interior. Al alcanzar el papel observó, estupefacta, que era un billete de quinientos euros y de inmediato la intuición se le disparó: abrió el siguiente libro abanicando sus hojas y otro billete cayó de él. Lo hizo con los dos restantes y cada uno de los libros llevaba un billete dentro. Fue entonces cuando entendió las palabras que un día le dijo su tío: “Cariño, la riqueza está en los libros”, y supo de inmediato que en aquel almacén, en aquellas cajas apretadas de libros, tenía la herencia de su tío Manuel: todo su legado sentimental pero también una auténtica fortuna.

 

(c) Vicente Blasco Argente