La chica del bar

Llegó al pueblo para cumplir un compromiso. Es una mujer de palabra. Debía regentar un bar durante un tiempo, en un entorno que desconocía por completo pese a que la distancia a sus orígenes distaba tan solo una cuarentena de quilómetros. Le sorprendió la idiosincrasia del pueblo, de habla castellana, duro, de un humor corrosivo que a veces lindaba con el agravio, era un ambiente que juzgó hostil, porque utilizaban con ella la palabra “forastera”. Al menos eso creyó al principio, porque también halló gente de gran nobleza, condescendiente y generosa que le animaban a seguir allí, a persistir en su plan de ofrecer a los clientes menús diferentes, tapas diferentes y hasta un trato esmerado diferente. Pronto comprendió que era tarea ardua cambiar las costumbres de una clientela acostumbrada a un siempre “lo mismo”, que rechazaban los cambios y hasta ella misma, tuvo la sospecha, si ese rechazo no era también porque el proyecto del bar restaurante era foráneo. Persistir en el empeño, mantenerse y continuar, esa era su idea. La intuición le decía que iba por buen camino. Solo quedaba esperar.

Al ser una joven soltera, de carácter amable, siempre con una sonrisa en sus labios, pronto se dio cuenta que atraía sobre ella más de una mirada voraz, de esos clientes solitarios que aspiran a confraternizar con la simpática forastera del bar. Tuvo que escudarse en una pátina de profesionalidad, diligente y resolutiva que cumple con eficacia su trabajo, pero que no intima con los clientes, manteniendo siempre una sobria compostura. Enseguida comprendió que su mejor arma era la profesionalidad, y cierto distanciamiento, y sobre todo en un trabajo en el que hay alcohol de por medio.

Un observador atento, vislumbra en ella un mundo interior sensible, un carácter de ingenua credulidad que lucha contra el temor a ser violentada en ese entorno de virilidad de bar. Cuando tiene tiempo libre, ajena a sus labor habitual, suele ir a correr, adentrándose en los hermosos parajes que rodean el pueblo, dejándose impregnar por una naturaleza que nunca deja de sorprenderla; escucha música al ritmo acelerado de sus pasos, para acabar después rendida, derrumbada en un sillón, con un libro de Mario Benedetti en sus manos mientras el sueño la invade con una pesadez de párpados incontrolado. Se sorprende de los cambios que se han producido en su vida, del modo en que se concatenan los hechos, las experiencias, para ella seguir siendo la misma: una joven valiente que inició un viaje de autoconocimiento sin ser muy consciente de ello, sabe que algún día todo cobrará sentido, pero mientras tanto continuará su camino, tropezando y levantándose de nuevo, luchando, llorando y riendo, amando la vida.

A veces, coge el coche y recorre esos cuarenta quilómetros que la llevan a otro mundo, donde la lengua y los modos la amparan desde su nacimiento, o alarga su recorrido hasta alcanzar la playa, y se sienta frente al mar, aspirando ese aire salino cargado de energía, o se sumerge en las aguas cálidas de ese “Mare Nostrum” tan alejado como anhelado, que parece colmarla de una desconocida serenidad.

Después cogerá el coche de regreso a ese pueblo de interior, al bar que regenta, a los clientes habituales, a las conversaciones picantes, al humor corrosivo, a los clientes generosos y benévolos y se sorprenderá al constatar que comienza a sentirse bien: es como un cosquilleo parecido a la añoranza. Tal vez algo está sucediendo. Es un nuevo aprendizaje, que solo lo asume quien reta el porvenir y acepta los cambios.

Mientras conduce el coche que la acerca más y más a su destino, ella sonríe de forma involuntaria, se siente feliz, quizá porque comienza a amar a ese pueblo.

Gracias Kristina por la inspiración

©Vicente Blasco