¡Lagartija!


—¡Lagartija! ¡Lagartija! —gritaron los niños de la última fila.

Y el “Lagartija”, haciendo honor a su nombre, salió zigzagueando como alma que lleva el diablo de entre los pupitres con varias gomas de borrar en su puño cerrado. El maestro, que había salido un momento del aula, entró de nuevo en la clase y alzó las manos para impartir calma y silencio: se había armado la de dios.

—¿Qué sucede aquí? — se impuso el maestro, mientras se sentaba y rastreaba con sus ojos de águila el motivo del barullo: enseguida adivinó que Pepito “Lagartija” había hecho alguna de las suyas.

La sonrisa del ladronzuelo lo delataba: mirada huidiza y culpable, la mandíbula retraída y los dientes hacia afuera y un gesto, con la boca abierta, que intentaba implorar inocencia. Su extrema delgadez, las extremidades largas y flexibles y esa cabeza que recordaba un triángulo isósceles, le daba apariencia de reptil. Aunque su capacidad intelectual estaba mermada de nacimiento, el muchacho crecía rápido y aprendía lento, hablaba como un niño de cinco años, pese a que doblaba la edad. Su asistencia a la escuela, en un pueblo pequeño, donde todos se conocían, se debía más a un intento generoso de integración por parte de las autoridades locales: allí, al menos, estaba localizado y entretenido, aunque eso conllevara que de vez en cuando hiciera alguna trastada, entre ellas, sustraer gomas de borrar.

— ¡Silencio! ¡Ven aquí Pepito! — ordenó el maestro, y las risas del resto de compañeros se atenuaron en un murmullo que se fue apagando.

“El lagartija” de pie,  con las mano ocultas en la espalda, y forzando un gesto angelical,  se acercó a la tarima del maestro.

— Venga Pepito, dame las gomas.

El maestro extendió la mano y “El lagartija” se mantuvo con las manos ocultas a su espalda.  Era  una resistencia inútil. La voz del maestro aumentó de volumen:

—¡No me hagas enfadar Pepito!

Y Pepito “El lagartija” cedió. Acercó su mano y la abrió mostrando la palma abierta: allí estaban, tres gomas, dos Milán, una verde, otra naranja,  y una magnífica  Pelikan de dos caras. El maestro cogió las gomas, las colocó en la mesa, y le mandó sentarse, no sin antes advertirle que la próxima vez le pegaría con la regla en la mano.

“El lagartija” se dio la vuelta y fue a sentarse a su sitio, un pupitre entre la pared y el pasillo, alejado del resto de alumnos, el lugar que le había asignado el maestro para que no entorpeciera la clase. Sentado en su pupitre sonreía aliviado, con cara de pillo, tras librarse de un capón o de algo peor, un regletazo en las manos, que dejaban a sus largos dedos doloridos e insensibles. Algunos alumnos le miraban extrañados ante la la benevolencia del maestro y otros pocos, se compadecían del joven, al que consideran travieso y  algo tarado.

Ya en el patio, en el recreo que partía la mañana, los chicos de la escuela se expandieron y agruparon en cuadrillas para ocupar el yermo campo de fútbol, ni una hierba era capaz de arraigar allí, donde las botas infantiles pulverizaban cualquier intento de vida. Otros, jugaban al frontón sobre una sufrida pared sin ventanas, y los que menos, se juntaban tímidamente con las chicas que ocupaban una zona mas civilizada. “El lagartija” corrió sin rumbo solo y acabó sentándose en el olvidado parterre donde habían plantado un rosal que decapitaban en el mes de mayo para llevar flores a la virgen María.

Oculto tras las ramas, se sentó en cuclillas y del interior de la camisa sacó una goma Milán, blanca, casi nueva, que había escondido antes de presentarse al maestro; y allí sentado sin preámbulo alguno se dispuso a comérsela como si fuera un exquisito manjar que solo él conocía. Se la zampó en pocos segundos mientras los ojos se le ponían en blanco, embriagado de una la felicidad que le iluminó el rostro.


  (c) Vicente Blasco Argente