Compasión

 

El edificio alberga una residencia de ancianos y de enfermos convalecientes cerca de la plaza Lesseps, su fachada principal da a la ronda del General Mitre: una vía de tráfico denso a diario. Hoy es domingo y hay menos circulación. En la parte de atrás del edificio, a la altura del tercer piso, hay una gran terraza medio inundada por el sol que entra por el este. La zona soleada está repleta de sillas de ruedas, andadores y sillones de plástico, donde pacientes y visitantes se acomodan para tomar el sol de otoño. Unos hablan entre sí, otros leen un periódico o revistas, hace sudokus o simplemente cierran los ojos y dirigen su rostro al sol, como intentando así metabolizar esa energía que desprende el astro.


Por la puerta de acceso aparece el hombre. Es alto, ligeramente encorvado y camina con andador. Su paso es inseguro y lo hace despacio, con esfuerzo. Su rostro pálido y arrugado y las manos nervudas muestran su ancianidad. Tiene el cabello blanco. Lleva un pantalón de chándal azul, zapatillas con gruesos calcetines, una camisa abrochada hasta el cuello y un chaleco marrón de lana, de confección artesanal. La vestimenta indica que ha sido vestido al azar, sin intentar harmonizar las prendas. A su lado una mujer, de unos cincuenta años, pelo rizado y rubio lo acompaña. Viste tejanos un chaquetón de color ocre, un bolso de cuero negro y lleva en sus manos una pequeña caja. Al llegar al linde donde aún hay sombra, se sientan. Él lo hace con dificultad, de cara al sol y ella frente a él.


—Aquí dará el sol en un momento —dice ella.


La cabeza del hombre, con gesto lento alza la mirada y observan a la mujer de frente. Parece hacer un esfuerzo por reconocerla.


—¿Eres mi hija? —pregunta con su voz tenue.


—¡Pues claro! — responde ella, y le sonríe mientras le acaricia el rostro.


—¿Cómo te llamas?


—¿No te acuerdas?


El hombre niega con la cabeza, con expresión vacilante.


—Soy Joana.


Y así permanecen durante un buen rato, en un diálogo que apenas es un murmullo entre las gentes que pueblan la terraza.


A  ver esas manos, que me parece que tienes las uñas muy largas.

El hombre alza las manos a la altura de sus ojos y se las ofrece a Joana, que las coge con las suyas.


—¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras hoy?


—Como siempre — susurra él —con aire de resignación y ella le sonríe comprensiva.


Joana abre la cajita y saca unas tijeras de manicura. Coloca un papel de cocina en su regazo y deposita allí las manos del anciano y con extremo cuidado procede a cortarle las uñas. El hombre mira con atención como se las cortan, como si fuera la primera vez.


—¿Ya he comido? — pregunta el hombre sin quitar su mirada de sus manos.


—Aún no. Dentro de muy poquito ¿vale?


—Vale—acepta él con agrado.


Ella sigue preguntándole cosas y él anciano sigue respondiendo con monosílabos.


Se respira paz en la terraza, el sol se extiende ya por toda el área y siguen saliendo y entrando pacientes y familiares a la zona. Una auxiliar sale y pregunta por una señora, que se identifica alzando el brazo, le lleva en un vasito de plástico una pastilla y en otro vasito el agua.  La mañana de domingo transcurre tranquila, apenas se oye el tráfico de la ronda del General Mitre.


Faltan pocos minutos para las doce del mediodía. Es casi la hora de comer y algunas sillas se desplazan empujadas por los acompañantes hacia el interior del edificio. Es la señal. Todos comienzan a moverse en la misma dirección.


Al anciano, de uñas cortadas y limadas, también se encamina a la salida. Joana le pone la mano sobre un hombro y con ternura se despide de él y le da dos besos.


El hombre en fila en la entrada del comedor espera su turno, a su lado una mujer, anciana, en silla de ruedas:


—¿Ha venido tu hija a verte? —le interroga la señora.


—Sí contesta él —sin quitar la vista de la puerta del comedor.


Que suerte ¿eh? ¿Y cómo se llama tu hija? —continua ella.


Hay un silencio, hasta que él responde:


—Pues… no me acuerdo —y sigue con su mirada perdida en la cola.

 

En la calle, Joana, la mujer de pelo rizado y rubio busca la parada del autobús para irse a casa; pertenece a una asociación de voluntarios que ayuda a los ancianos.  Hoy la ha hecho la manicura a un hombre con demencia senil, que ya no reconoce a nadie. Lo visita una vez al mes. El hombre, que nunca ha tenido hijos siempre le hace la misma pregunta y ella siempre le responde la misma respuesta y así será hasta la próxima visita, que volverá a ser la hija de un hombre sin memoria.

 

(c) Vicente Blasco